miércoles, enero 30, 2013

PESPUNTES: "DE LIBROS Y E-BOOKS"

Llevo un mes paseando el e-book por media España; hasta ahora me negaba a tenerlo, pero se ha terminado imponiendo el contenido al continente. Muchos de los libros que hay en casa tienen la letra demasiado pequeña y el e-book te permite leer en diferentes tamaños de letra; con el tiempo la llegada del e-book provocará un expurgo drástico en mi biblioteca; libros que llevan conmigo más de tres décadas terminarán en cualquier sitio: dentro del hueco de un árbol; encima de alguna tapia; escondido entre las flores de algún jardín; olvidado en el asiento del tren de cercanías; en manos de algún amigo o, simplemente, en el contenedor de los papeles, junto a los cartones del detergente y las últimas noticias periodísticas sobre la corrupción.
Evidentemente habrá libros de los que nunca me desprenderé porque hubo un tiempo en que fueron como flotadores que me salvaron de morir hundido en las tenebrosas aguas de la soledad; con ellos aprendí a caminar por el salón de los pasos perdidos de la literatura; fueron el tacatá de mis primeros versos, el andador de mis primeros artículos; la ambulancia de mis primeras urgencias. Tampoco echará el e-book de los estantes a mis autores de culto, porque Camilo José Cela, Francisco Umbral o Miguel Delibes, por ejemplo, me indicaron, a su modo, algunos de los caminos a seguir. Sin embargo, siento más que nunca que ha llegado  para otros la hora del recambio; a  don Benito Pérez  Galdós ya no lo tendré en papel, ni a Clarín, ni a los clásicos castellanos, salvo a Cervantes y Quevedo, ni a los autores del boom, ni a los de la Generación del 50, cuya literatura ha envejecido mucho más que la de otras generaciones anteriores.
Perderé cosas; se me quitará la costumbre de mojarme la punta del dedo índice para pasar una página, o la de oler el papel como quien huele una flor ajada y, sin embargo, hermosa; o la de subrayar los párrafos y las palabras que me gustan con un pilot rojo o un rotulador fluorescente. Perderé la textura de algunos libros de bolsillo, sus bonitas portadas, las dedicatorias íntimas a personas que jamás conocí, pero ganaré espacio, una mejor calidad de letra para mis fatigados ojos, una enorme capacidad de almacenamiento en un artilugio moderno menor que el marco de cualquier fotografía familiar, y un sencillo manejo para una persona que sigue rechazando los teléfonos móviles, las redes sociales y los videojuegos de la Play.

Felipeángel (c)

ILUSTRADORES: TITO (X)

LA LIBERTAD.- 29 de septiembre de 1922

martes, enero 29, 2013

NOTICIARIO (XVIII)

ABC.- 11 de julio de 1936

MUCHO CUENTO: JUAN VALERA - "LAS GAFAS"




"Como se acercaba el día de San Isidro, multitud de gente rústica había acudido a Madrid desde las pequeñas poblaciones y aldeas de ambas Castillas, y aun de provincias lejanas.
Llenos de curiosidad circulaban los forasteros por calles y plazas e invadían las tiendas y los almacenes para enterarse de todo, contemplarlo y admirarlo.
Uno de estos rústicos entró por acaso en la tienda de un óptico en el punto de hallarse allí una señora anciana que quería comprar unas gafas. Tenía muchas docenas extendidas sobre el mostrador; se las iba poniendo sucesivamente, miraba luego en un periódico, y decía:
Con éstas no leo.
Siete u ocho veces repitió la operación, hasta que al cabo, después de ponerse otras gafas, miró en el periódico, y dijo muy contenta.
Con éstas leo perfectamente.
Luego las pagó y se las llevó.
Al ver el rústico lo que había hecho la señora quiso imitarla, y empezó a ponerse gafas y a mirar en el mismo periódico; pero siempre decía:
-Con éstas no leo.
Así se pasó más de media hora, el rústico ensayó tres o cuatro docenas de gafas, y como no lograba leer con ninguna, las desechaba todas, repitiendo siempre:
-No leo con éstas.
El tendero entonces le dijo:
-¿Pero usted sabe leer?
-Pues si yo supiera leer, ¿para qué había de mercar las gafas?"

"CUENTOS Y CHASCARRILLOS ANDALUCES".-1908

lunes, enero 28, 2013

VERSO A VERSO: "¡QUÉ DESCANSADA VIDA!"



¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y en aldea escondida
forma parroquial nido
con ama y sobrinín recio y nutrido!

Del monte en la ladera
con ajeno sudor se agencia un huerto,
que por la primavera
a un bizco deja tuerto,
mostrando en lontananza fruto cierto.

Se sumerge en el río
cuando llegan los días del verano,
que al cuerpo infunde brío
ejercicio tan sano
lo mismo en Alcorcón que en Puertollano.

Después se da un paseo,
que su apetito aviva y acrecienta;
llega, deja el manteo,
y llama a su sirvienta
que sabrosas chuletas le calienta.

Bajo la verde parra
cuyas hojas la brisa blanca agita,
¡no es siesta la que agarra
el repleto curita!
¡Cada ronquido da, que Dios tirita!

En invierno sombrío
la helada escarcha en el cristal blanquea,
pero él no siente frío
viendo cómo chispea
la lumbre de su enorme chimenea.

Con buena mesa y cama
vive feliz el respetable cura
en unión de su ama,
amable criatura
que alegra sus momentos de amargura.

Si alguna vez decido
terminar esta mísera odisea
ya del mundo aburrido,
si alguien verme desea,
que me busque de cura en una aldea.

J. G. 

El Motín.- 25 de noviembre de 1909

CITA A CIEGAS

"Los cántaros, cuanto más vacíos, más ruido hacen."

ALFONSO X EL SABIO

EL EFECTO MAGRITTE: STORM THORGERSON

jueves, enero 24, 2013

miércoles, enero 23, 2013

PINTADAS Y GRAFFITIS 8

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 Fotografías: Felipeángel (c)

MUCHO CUENTO: EMILIA PARDO BAZÁN - "DEBER"



De los que, a la desesperada, habían desembarcado en los escollos, quedaba una hacina de troncos palpitantes, mutilados y sangrientos, que casi a la vez tumbó sobre el recanto de la playa el plomo enemigo. ¿Qué fin se proponían al desembarcar así? Ninguno; quizá no sobrevivir a los otros, cuyos cuerpos obstruían el paso, revueltos con las embarcaciones sacrificadas, echadas a pique. No habiendo podido cerrar la bahía, tratábase de morir.
Y habían muerto con el gesto sencillo y gallardo de aquella gente durante aquella guerra; pero alguno respiraba aún. No hacía el menor movimiento; tenía destrozadas ambas piernas y una bala en la clavícula. No sentía dolor, sino sólo los comienzos del frío y peso en las extremidades, la inercia, que pronto sería reemplazada por el devaneo de la fiebre. Permanecía con los ojos cerrados, el rostro blanquecino, semejante -a pesar de su uniforme europeo- a uno de esos muñecos de marfil que esculpen delicadamente, los nipones. En el abandono de su letargo calenturiento reaparecía más claro el sello de la raza, lo oblicuo de los ojos, lo menudo, como rudimentario, de las facciones, la expresión mística, infantil, ingenua, de la faz, lo exiguo de la cabeza, la negrura lustrosa del lacio pelo. Nada menos belicoso que semejante fisonomía. Antes que guerrero moribundo, parecía rota marioneta, fútil y dulce juguete desechado por un niño. Y en su cerebro, las imágenes empezaban a atropellarse con lucidez febril, opresiva. Borrados todos los recuerdos del disfraz occidental, la pintoresca existencia asiática se desarrollaba con sus prestigios de color y luz, con su brillantez y su molicie suave, naturalmente artística.
El herido se encontraba en un jardín, terraza colgada sobre un río, cercada por tapia de escasa altura, hecha de azulejos de porcelana polícroma. Macetas diminutas, con arbustos enanos, coronaban la tapia, y árboles recortados en figura de peces, esquifes o jarrones, rodeaban el quiosco de porcelana también.
Dentro, en platos primorosos, se brindaban frutas, nísperos de oro, pavías de felpa rosa, naranjitas bruñidas, guanteadas por su flexible piel. Confituras ligeras, capullos e insectos en almíbar, completaban el refresco. Dos tibores sostenidos por un dragón o endriago fabuloso se alzaban sobre peanas de madera laqueada en los ángulos del delicioso quiosco, todo enramado y enguirnaldado de campanillas abiertas, que sobre las columnas de porcelana parecían adornos cerámicos, de una cerámica milagrosamente frágil.
Frente al quiosco, apoyada en la tapia, flanqueada de cerezos en flor, cuyas negras, desnudas y lisas ramas salpicaban estrellas carmesíes, una fontana, un hilo de agua recayendo en concha gigantesca, emperlaba el aire con su cántico de cristal fino. En el seno de nácar de la tridacne, dentro del agua blanca, movida, monstruos de esmalte turquí y bermejo nadaban lentamente, y en el cáliz de las flores del cerezo, gotas de humedad refulgían al sol. Y el herido sintió una sed rabiosa, infinita. ¡Aquel agua! ¡Aquel agua! Era la misma que había mojado sus labios, refrescando su lengua, cuando niño; reconoció la fuente, el delgado chorro, el musical gorgoteo que producía al recaer en la valva, estremeciendo de gozo a los ciprinos... Se arrojó con salto nervioso hacia la fuente. En el instante mismo, los endriagos de los tibores, desperezándose, pegando un brinco felino y cruel, se interpusieron. Sus fauces pintadas echaban fuego, sus ojos redondos saltaban de las órbitas, sus garras corvas amenazaban a las pupilas del audaz. Y la canturía misteriosa del hilito cristalino parecía repetir: «Sagrada es la fuente».
El herido, desalentado, se desplomó en un taburete de laca, bebiendo, a falta de cosa mejor, la frescura que subía del río. Iba a ponerse el sol; el horizonte era violeta y púrpura; una luna inflamada asomaba detrás de una colina de estaño, escueta y geométrica en su dibujo. Así que el globo encendido se alzó, palideciendo, del fondo sombrío de la perspectiva confusa, velada por tules negruzcos, empezaron a surgir puntos lucientes, chispitas imperceptibles, que aumentaron hasta formar hormiguero infinito de farolillos, linternas y faroles de papel.
La noche se esclareció con el resplandor de millones de luces, y las figuras raras, el abigarrado surgir de muecas, visajes y vuelos de alimañas fantásticas en las faces de las grandes farolas, alborozaron al herido, causándole un transporte de orgullosa locura. Porque había comprendido: la ciudad se incendiaba, delirante, celebrando la victoria, el magnífico triunfo de los ágiles y de los resignados a perecer, sobre una enorme masa pesada y dura, fría y resistente como una pirámide de basalto. Aquellos faroles eran lenguas de llama que le gritaban «¡vítor!», y la innúmera muchedumbre que llenaba las calles, que se esparcía por las orillas del río y lo surcaba en barquitos chatos, en juncos estrechos, ascuas de lumbre sobre el agua aceitosa, alzaba un himno a su valor sublime, y al de los que yacían en el fondo del abra, entre los restos de los inmolados cañoneros, perdidos allí para que el enemigo no pasase.
En la otra orilla, los barcos de flores, las casas de té, resplandecían más que ningún edificio. Las musmís de nombres de flor, de sonrisa trazada con un rasgo de cinabrio, de rizos simulados con una voluta de tinta china, de cara pálida, lisa, graciosamente tristona; las aseñoritadas meretrices de formas recogidas y puras, de púdico ropaje, se asomaban a las barandillas de sus balconadas, le llamaban, le cantaban versos elogiosos, llamándole guerrero divino, terror del Occidente, sucesor de los héroes que la crónica fiel rodea de leyendas, en caracteres de cobalto y oro.
El herido se erguía altivo, extasiado, y notaba al erguirse que un choque, un tilinteo de armas acompañaba la acción. Mirábase, y se encontraba vestido de viejo combatiente, de samuray o tradicional. Su mano derecha esgrimía el clásico sable, de empuñadura curiosamente trabajada por desconocido artista; su izquierda columpiaba el abanico, donde una bandada de grullas alza el vuelo en celajes nacarados puntilleados de plata. Las laminículas de su coraza jugaban sobre su pecho, y le enmascaraba el rostro una careta de expresión feroz y horrible. Ataviado así, echó a andar, descendió la escalinata, se acercó a la margen del río, rielante de colores. La muchedumbre le abría paso, las cortesanas le sonreían con enamorada humildad. Él caminaba hacia el palacio imperial, hacia los parques y los bosques de la sacra residencia inaccesible a los ojos humanos. No era posible que con aquel traje nadie le detuviese, y, en efecto, lejos de detenerle, la gente le seguía, le arrastraba en su torrencial flujo, le llevaba en volandas, en hombros, en brazos, en alto, en improvisado palanquín, no sabía él mismo cómo, pero ciertamente bogando por cima de un océano de farolitos tembladores y oscilantes, entre cuyas olas, acribilladas de luz, se anegaba a veces, viniendo las miríadas de puntos luminosos a inundar su cabeza, a quemar con reiterado picor de brasas su cuerpo, a deslumbrar y cegar sus pupilas resecas de calentura.
Un dolor agudo le devolvió el conocimiento.
El sol caía a plomo sobre su frente. Le estaban incorporando, palpando, arrancándole entre el montón de cadáveres. Unas barbas frondosas y rubias, un semblante ancho, sonrosado, serio, se inclinaba sobre él, y el aliento del hombre del Norte se mezclaba con el suyo.
-La camilla -oyó decir-. Con cuidado: hacedle el menor daño posible.
El herido, fríamente, miró a su salvador, escrutó sus ojos claros, húmedos de vida, sus sienes blancas bajo la gorra de campamento y, echando mano al cinturón, en un relámpago, sacó y disparó a boca de jarro el revólver. Cinco tiros contestaron al suyo, y uno de los que le remataron le apoyó el cañón en el hueco del oído. Pero el oficial ruso había caído boca arriba fulminado.

lunes, enero 21, 2013

PARECIDOS RAZONABLES (V)

Juan Belmonte

Barack Obama

CICLOGÉNESIS EXPLOSIVA EN ALMERÍA

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Fotografías: Felipeángel (c)

CITA A CIEGAS

"La estadística es una ciencia que demuestra que si mi vecino tiene dos coches y yo ninguno, los dos tenemos uno."

GEORGE BERNARD SHAW

domingo, enero 20, 2013

MÚSICA DOMINICAL: MICHAEL NYMAN - "THE PROMISE"

SOLO DE FLAUTA

Lo he contado en algunas ocasiones pero cada vez ocurre más temprano. Ayer, sin ir más lejos, un hombre, al que vi en el andén que hablaba solo, comenzó a pedir en el primer cercanías de la mañana que sale de Vicálvaro a las 6´15. Pedía bajito y sin convicción a unos viajeros que vienen, la mayoría, dormidos o con las telarañas del último sueño nublándoles los ojos; dos estaciones más tarde subió un chico joven, ataviado con un gorro y una bufanda de lana; era alto, enjuto y desgarbado pero no tenía aspecto de yonqui; la verdad es que cada vez se ven menos yonquis; deben estar muertos o buscan en otros caladeros lo que necesitan para su dosis diaria. 
El vagón permanecía en un silencio lúgubre; aún era de noche y la luz indirecta  ponía tonos amarillos en el techo; aunque era sábado, y no se considera día laborable, la mayoría de los viajeros tenía el aspecto de ir a trabajar; no había tantos como de costumbre pero casi todos los asientos estaban ocupados. El hombre que subió en Vallecas comenzó a hablar en voz alta, sin demasiado dramatismo, diciendo que se encontraba en el paro, que no podía pagar la hipoteca, que tenía una hija de pocos años y que, muy a su pesar, no le quedaba más remedio que pedir una pequeña ayuda; acto seguido no extendió  la mano por el pasillo sino que se puso a tocar una melodía tristísima con una pequeña flauta de colegial; una de esas canciones escuchadas anteriormente en alguna banda sonora de una película romántica pero sin final feliz; casi una canción de cuna para despertar nuestra conciencia y adormecer su hambre; para abrir nuestro corazón a la caridad que se demandaba y cerrar las puertas al fantasma del abandono y la fatalidad.
 A lo mejor la flauta que tocaba el flautista pobre del cercanías  era la misma que llevaba  la niña en la mochila los días lectivos; la misma que su padre  le cogía  cada fin de semana, a escondidas, sin saber que esas notas que sonaban en la clase de la escuela  eran las  que terminaban  trayendo  un poco de dinero a su casa. Con aquella música melancólica y cadenciosa el silencio del vagón se volvió más denso; no se oía ni una sola palabra; nadie conversaba ni hablaba por el teléfono móvil; acabó de tocar y pidió una ayuda; quien más quien menos le dio alguna moneda y él, con una pena infinita reflejada en el rostro, nos dio, a su vez, las gracias. 
Se fue a otro coche del tren de cercanías y el silencio continuó; tuve la sensación de que el flautista se había llevado consigo una parte de nosotros, algunas de las palabras que quisimos decirle y no dijimos, el pequeño tributo de nuestro agradecimiento a una hora en que su hija aun estaría durmiendo.  Resultaba increíble que no se oyera ni el politono de un teléfono móvil, ni el bisbiseo de una conversación, ni el acelerado ritmo del bacalao sonando a todo meter en los oídos de algún pastillero melómano. La nube de tristeza, la melodiosa niebla de la flauta infantil había quedado allí rodeándonos a todos los viajeros, abrazándonos con suavidad, y ese estado del alma, esa melancolía que nos invadió no se fue en todo el viaje; me pareció que en ese pequeño vagón se concentraba el estado de ánimo de muchos españoles en contraste con la alegre vida de nuestras clases dirigentes; las mismas que no paran de pedirnos grandes sacrificios para que la flauta del crecimiento económico y del pleno empleo suene para todos un poquito mientras no cambian ni corrigen sus vicios y su costumbres que, ahora vemos, han sido los mismos durante muchos, demasiados años.

Felipeángel (c)

viernes, enero 18, 2013