La película de Christopher Nolan parte de una idea sencilla pero que requiere una realización muy complicada. Después de verla me recordó a esos farolillos chinos que, desplegados, tienen dos o tres concavidades y, al plegarlos, no abultan nada, son como una redonda, delicada y colorida hoja de papel.
Este farolillo contiene la luz, el sonido y la esencia cinematográfica necesaria para que el espectador quede atrapado en el asiento hasta el minuto final, como los protagonistas en sus sueños, que se van enredando uno a uno, al igual que el pelo de una adolescente se hace trenza en las manos de su mamá.
En esta superposición de ambientes, reales y oníricos, los actores realizan unas interpretaciones creíbles, que se distorsionan, en parte, cuando escuchamos algunas de las voces del doblaje; no me creo la voz que le ponen al actor japonés Ken Watanabe, aunque su actuación sea de calidad, ni la de la actriz francesa Marion Cotillard, porque las dos tienen el mismo horrible acento, que no es ni el de un nipón ni el de una parisina hablando castellano.
Si nos centramos en la historia que nos cuentan, tanto él magnate como la esposa de Leonardo Di Caprio llevan varios años moviéndose, por unas u otras circunstancias, en el mundo anglosajón; de modo que resulta coherente pensar que dominan la lengua de Ernest Hemingway y, por lo tanto, que resultaría creíble para un espectador español que, doblados, la hablaran sin acento. ¿Doblarían, acaso, con su tonillo particular, a Sean Connery, Michael Caine, Mel Gibson o Bruce Willis si, en una película, hablaran en inglés con las peculiaridades fonéticas de sus respectivos lugares de origen? No lo creo.
Por lo demás, la película tiene escenas memorables, imágenes de un arrebatador encanto, momentos en que imaginas que la acción va a ir por un lado y termina yendo por otro, y una música envolvente como un minuto durmiendo en los brazos de Freddy Krueger.
El final resulta ambiguo, como cualquier interpretación de los sueños desde que Freud o Jung se pusieron a ello, con mejor o peor fortuna.
Lo bueno o lo malo de todo esto es que escribo la crónica unos minutos antes de irme a la cama y no sé bien si entraré en mi mundo onírico que, a veces, ni recuerdo, en el de Leonardo Di Caprio, tan triste y complicado, o en el de la hermosa Ellen Page, a pesar de sus laberintos de fuego, color y nieve.
Felipeángel (c)
Este farolillo contiene la luz, el sonido y la esencia cinematográfica necesaria para que el espectador quede atrapado en el asiento hasta el minuto final, como los protagonistas en sus sueños, que se van enredando uno a uno, al igual que el pelo de una adolescente se hace trenza en las manos de su mamá.
En esta superposición de ambientes, reales y oníricos, los actores realizan unas interpretaciones creíbles, que se distorsionan, en parte, cuando escuchamos algunas de las voces del doblaje; no me creo la voz que le ponen al actor japonés Ken Watanabe, aunque su actuación sea de calidad, ni la de la actriz francesa Marion Cotillard, porque las dos tienen el mismo horrible acento, que no es ni el de un nipón ni el de una parisina hablando castellano.
Si nos centramos en la historia que nos cuentan, tanto él magnate como la esposa de Leonardo Di Caprio llevan varios años moviéndose, por unas u otras circunstancias, en el mundo anglosajón; de modo que resulta coherente pensar que dominan la lengua de Ernest Hemingway y, por lo tanto, que resultaría creíble para un espectador español que, doblados, la hablaran sin acento. ¿Doblarían, acaso, con su tonillo particular, a Sean Connery, Michael Caine, Mel Gibson o Bruce Willis si, en una película, hablaran en inglés con las peculiaridades fonéticas de sus respectivos lugares de origen? No lo creo.
Por lo demás, la película tiene escenas memorables, imágenes de un arrebatador encanto, momentos en que imaginas que la acción va a ir por un lado y termina yendo por otro, y una música envolvente como un minuto durmiendo en los brazos de Freddy Krueger.
El final resulta ambiguo, como cualquier interpretación de los sueños desde que Freud o Jung se pusieron a ello, con mejor o peor fortuna.
Lo bueno o lo malo de todo esto es que escribo la crónica unos minutos antes de irme a la cama y no sé bien si entraré en mi mundo onírico que, a veces, ni recuerdo, en el de Leonardo Di Caprio, tan triste y complicado, o en el de la hermosa Ellen Page, a pesar de sus laberintos de fuego, color y nieve.
Felipeángel (c)
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