jueves, octubre 28, 2010

MIGUEL HERNÁNDEZ, UN POETA NECESARIO


No me gusta que se siga adjetivando a Miguel Hernández como el poeta cabrero; es como si para referirse a Federico García Lorca, o a Pablo Neruda, o a Rafael Alberti, o a Juan Manuel Serrat, que lo ha adoptado como letrista suyo, se dijera, sistemáticamente, el poeta maricón, el poeta ferroviario , el poeta bodeguero o el cantante tornero fresador; ninguna de estas adjetivaciones suman; mas bien restan y, sin embargo, sigue siendo un lugar común añadir las cabras a la escritura de Miguel, dándole al término ese barniz de persona iletrada y autodidacta.
La verdad, la verdad de la buena es que Miguel Hernández fue un buen estudiante, al contrario que Lorca, que fue, al principio, un zote, o que Alberti, que no logró terminar el bachiller elemental. Miguel Hernández sí lo terminó, con muy buenas calificaciones y medallas, que pueden verse estos días en la exposición conmemorativa que. sobre el autor levantino, le dedica la Biblioteca Nacional.
Es cierto que parte de su formación fue autodidacta, pero el autodidactismo es algo común a muchos autores consagrados y con talento, como Francisco Umbral, que fue poco a la escuela pero que se leyó toda la colección de Rivadeneyra, o Juan Marsé, que tampoco estudió demasiado y terminó como aprendiz en un estudio de joyería, o, en fin , José Saramago, que tuvo que interrumpir sus estudios de cerrajería mecánica, por falta de recursos económicos, y trabajar durante gran parte de su vida en diferentes oficios hasta ver logrado su anhelo de publicar su obra literaria.
Puestos a poner adjetivos me gusta mucho más el que aparece en el título de este artículo, extraído de un texto que Antonio Buero Vallejo escribió sobre Miguel en el año 1960 y que dice así:
"Para mí es Miguel Hernández un poeta necesario, eso que muy pocos poetas, incluso grandes poetas, logran ser. La más honda intuición de la vida, del amor y de la muerte brota de su fuente como de esas otras pocas fuentes sin las que no sabríamos pasar y que se llaman Manrique, o San Juan de la Cruz, o Fray Luis, o Machado..."
A estas alturas de mi vida creo que podría prescindir de muchos de los versos de los tres poetas nombrados, los del monflorita que no podía ver a Miguel; los del chileno, que lo acogió en su casa; y los del marinero sin mar y sin tierra que le pudo ayudar en los momentos difíciles y no lo hizo, pero me costaría mucho hacer lo mismo con los que escribió Miguel Hernández.
Algunos de ellos, manuscritos o copiados a máquina, pueden verse en esta exposición, comisariada por José Carlos Rovira, políticamente correcta, que pone más el acento sobre su militancia política, la guerra civil y el paso del poeta por diferentes prisiones en el último y azaroso tramo de su corta existencia, que en su auténtica biografía, de la que oculta datos, situaciones y nombres. Sin embargo, hay que decir a su favor que reúne una variada e importante cantidad de fotos, libros, textos y objetos del escritor o de su entorno amistoso y familiar que, en su conjunto, dan una amplia visión de su vida y de su obra. De todas ellos, el que me sobrecogió fue su maleta, profunda como el ataúd de un niño, marrón como el barro arcilloso, vacía como un estómago rendido ante el acoso del hambre.
Hoy miro hacia el Cerro Almodóvar, el Cerro Testigo de los Benjamín Palencia, Alberto Sánchez y compañía, que se encuentra a medio camino entre Vallecas y Vicálvaro, y me imagino que Miguel Hernández estuvo más de una vez allí con ellos, o del brazo de Maruja Mallo, contemplando los trigales, oyendo el gorjeo de los pájaros o dejándose mecer por el viento, y que era feliz escribiendo, feliz amando, feliz viviendo su corto y truncado sueño literario.

Felipeángel (c)

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