A Santiago Carrillo deberían enterrarlo en la basílica del Valle de los Caidos, al lado de la tumba de Francisco Franco; al fin y al cabo ninguno de los dos cayó en la guerra pero ambos fueron responsables, por activa o por pasiva, de la muerte de muchos españoles.
Hoy no he querido acercarme a la capilla ardiente por si me quemaba, pero he visto las imágenes por televisión como vi las de Franco cuando hice la mili. Si entonces algunos ciudadanos levantaban el brazo con la mano extendida delante de aquel cadáver, ahora vemos a otros ciudadanos levantar el brazo con el puño cerrado delante de este otro. Quiere decirse que se repiten los mismos gestos totalitarios, de uno u otro signo; los mismos gritos de entonces, las mismas consignas, el mismo llanto de los camaradas, ya sean fascistas o comunistas; también entre ellos, mezclados en la cola, serios y silenciosos, había personas que esperaban su turno para ver que el muerto está bien muerto; el muerto que, con sus decisiones, les obligó a llevar una vida de miseria, o a huir de las purgas, o del tiro en la nuca.
Aún no han hecho el recuento de la gente que ha ido a ver el cadáver de Santiago Carrillo pero me figuro que serán mucho menos que los que fueron a ver el cadáver de Francisco Franco. Entre los que pasaron por delante del cuerpo inerte del Dictador recuerdo a un teniente coronel de la compañía que era un ogro. En una ocasión un soldado, que hablaba tranquilamente con sus familiares a la puerta del cuartel, salió despavorido nada más verle y el teniente coronel, que se dio cuenta, le llamó enérgicamente y le dijo que por qué corría, que no corriera más porque su familia, al verle, podía terminar pensando que desayunaba todos los días a base de filetes de culo de artillero. A ese oficial le vimos muchos soldados llorar por televisión al despedirse del cadáver de Francisco Franco.
Hoy muchos otros, milicianos comunistas de la República o no, habrán llorado delante del cadáver de Santiago Carrillo, pero eso no será suficiente para que muchos españoles pensemos que debajo de toda esa interesada lluvia de pésames y elogios se esconde un hombre con más sombras que luces; un político que causó con sus órdenes, sus errores o sus desatinos mucho dolor a muchas personas; un dirigente que pasó muchos años bajo el cobijo de papá Stalin mientras millones de personas eran exterminadas en los campos de concentración siberianos, simplemente por disentir.
Santiago Carrillo fue, durante toda su vida, un perdedor; perdió la guerra, perdió las elecciones, perdió la Secretaría General del Partido Comunista de España, pero supo salir a tiempo de los conflictos, al contrario que miles de perdedores como él, pero sin mando, que, al final de la guerra, no contaron con los medios necesarios para cruzar las fronteras, ni para librarse de la prisión, ni para tener un exilio dorado en cualquier país de Europa o de América. Son todos esos españoles que aun siguen vivos en nuestra memoria aunque estén muertos; todos esos luchadores que creyeron en el paraíso de la libertad socialista; todos esos seres anónimos cuyo infinito dolor y sufrimiento ha llegado hasta nosotros impreso en libros como los de Max Aub, George Orwell o Arturo Barea; son, en fin, los que, con su lucha y sus ideales, han hecho pequeños a gente tan sectaria y sin escrúpulos como el que ahora ha muerto. Vaya para ellos y solo para ellos mi recuerdo, mi estima, mi gratitud.
Felipeángel (c)
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