miércoles, marzo 13, 2013

MUCHO CUENTO: JUAN DE TIMONEDA - "EL PATRAÑUELO" (II)




Patraña catorcena


    A un muy honrado abad
sin doblez, sabio, sincero,
le sacó su cocinero
de una gran necesidad.


Queriendo cierto Rey quitar el abadiado a un muy honrado abad y dar a otro, por ciertos revolvedores, llamole y díjole:

-Reverendo padre, porque soy informado que no sois tan docto cual conviene y el estado vuestro requiere, por pacificación de mi reino y descargo de mi conciencia, os quiero preguntar tres preguntas, las cuales, si por vos me son declaradas, haréis dos cosas: la una, hacer que queden mentirosas las personas que tal os han levantado; la otra, que os confirmaré para toda vuestra vida el abadiado; Y si no, habréis que perdonar.

A lo cual respondió el abad:

-Diga Vuestra Alteza, que yo haré toda mi posibilidad de haberlas de declarar.

-Pues, ¡sus! -dijo el Rey-. La primera que quiero que me declaréis es que me digáis yo cuánto valgo; y la segunda, que adónde está el medio del mundo; y la tercera, qué es lo que yo pienso. Y porque no penséis que os quiero apremiar que me las declaréis de improviso, andad, que un mes os doy de tiempo para pensar en ello.

Vuelto el abad a su monasterio, por bien que miró sus libros y diversos autores, por jamás halló para las tres preguntas respuesta que suficiente fuese. Con esta imaginación, como fuese por el monasterio argumentando entre sí mismo muy elevado, díjole un día su cocinero:

-¿Qué es lo que tiene su paternidad?

Celándoselo el abad, tornó a replicar el cocinero, diciendo:

-No deje de decírmelo, señor, porque a veces, debajo de ruin capa yace buen bebedor; y las chicas piedras suelen mover las grandes carretas.

Tanto se lo importunó que se lo hubo de decir. Dicho, dijo el cocinero:

-Vuestra paternidad haga una cosa; y es que me preste sus ropas, y rapareme esta barba, y como le semejo algún tanto, y vaya de par de noche en la presencia del Rey, no se dará acato del engaño. Así que, teniéndome por su paternidad, yo le prometo de sacarle de trabajo, a fe de quien soy.

Concediéndoselo el abad, vistiose vuestro cocinero de sus ropas, y con su criado detrás, con toda aquella ceremonia que convenía, vino en presencia del Rey. El Rey, como le vio, hízole asentar cabe sí, diciendo:

-Pues, ¿qué hay de nuevo, abad?

Respondió el cocinero:

-Vengo delante de Vuestra Alteza para satisfacer por mi honra.

-¿Así? -dijo el Rey-. Veamos qué respuestas traéis a mis tres preguntas.

Respondió el cocinero:

-Primeramente, a lo que me preguntó Vuestra Alteza que cuánto valía, digo que vale veintinueve dineros, porque Cristo valió treinta. Lo segundo, que dónde está el medio del mundo, es a donde tiene su Alteza los pies; la causa que como sea redondo como bola, adonde pusieren el pie es el medio de él; y esto no se me puede negar. Lo tercero, que dice Vuestra Alteza que diga qué es lo que piensa, es que cree hablar con el abad, y está hablando con su cocinero.

Admirado el Rey de esto, dijo:

-¿Que eso pasa en verdad?

Respondió:

-Sí, señor, que soy su cocinero; que para semejantes preguntas era yo suficiente, y no mi señor el abad.

Viendo el Rey la osadía y viveza del cocinero, no sólo le confirmó la abadía al abad para todos los días de su vida, pero hízole infinitísimas mercedes al cocinero.


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