viernes, enero 05, 2007

DE LOS MUSEOS Y SALAS DE EXPOSICIONES

Tenía razón Arturo Pérez-Reverte -y sigue teniéndola- cuando, hace unos años, comparaba a algunos funcionarios de los museos con cancerberos.
Podría escribir largo y tendido sobre éllo. Sólo diré que, debido a su celo profesional, mi hija Raquel odia visitarlos, y lo entiendo. Pocas veces fueron amables con ella; nunca le ayudaron a sentirse cómoda; casi siempre le pusieron cortapisas y prohibiciones -"no toques ahí, no rebases la cinta, no corras.."-; de nada me servían mis intentos para que viera la parte positiva de la visita pero, al menos conseguí, que, de todas las artes, se decantara por la fotografía. Tiene 14 años y algunas de las fotos publicadas aquí, en la sección "La ciudad", son suyas.
Pensé que una alternativa a los museos de arte serían los museos interactivos. No hay mas que visitar Cosmocaixa para ver que es un éxito. El Museo de Telecomunicaciones de la Gran Vía, sin embargo, no lo es. Suele estar vacío, y con razón. Allí los cancerberos son guardias jurados y no distinguen entre un teléfono y un libro de sugerencias. Su misión no es orientar, asesorar o, incluso, enseñar deleitando sino la mucho más estricta de custodiar lo que tienen allí expuesto.
Que los museos se hayan convertido en enormes cajas fuertes o en envejecidos edificios que unen a las telarañas de sus obras la desidia de sus funcionarios es lo que ha terminado alejando a buena parte de nuestra juventud de estos supuestos lugares del saber. No se les atrae con propuestas y actitudes embelesadoras. Es normal, por lo tanto, que, a la hora de elegir, prefieran la consola, o los juegos de ordenador, a las salas de exposiciones. Les están, sencillamente, echando de allí.
Las cosas no están mejor ahora. Cuando visité la exposición de JRJ en la Residencia de Estudiantes, tuve que dejar la mochila en el mostrador de la entrada aunque, a petición propia, me dejaron pasar mi pilot y mi cuaderno, cosa curiosa si se tiene en cuenta que muchos de los que atentaron contra obras de arte lo hicieron con rotuladores o con tinta. Se ve que aquí valoraban más que pudieras llevarte algo en la mochila a que reventaras la caligrafía del poeta de Moguer con un borrón de tinta ultramoderna.
En la exposición de M.C. Escher ,que aun puede verse en la sala del Canal, sita en Plaza de Castilla, los requisitos de entrada fueron diferentes.

La mochila pasó por el escáner y yo por el detector de metales, que no paraba de pitar. Dejé las llaves sobre una bandeja pero seguía pitando. Ya me sentía con el síndrome del aeropuerto y estaba dispuesto a quitarme el cinturón y lo que hiciera falta con tal de ver los grabados de Escher cuando el funcionario y el guardia jurado dijeron que no, lo que, de nuevo, me llevó a preguntarme qué coños estaban buscando, rifles, navajas, pistolas, un spray antivioladores, qué sé yo, objetos, sin duda, peligrosos, pero no lo eran menos la hebilla de mi cinturón, si de verdad hubiera tenido intenciones de hacer daño a alguna obra, o mis llaves, dignas de haber formado parte del juego de algún sereno.
La mochila pude pasarla aunque tuve la opción de dejarla en el guardarropa.
Valió la pena pero empiezo a cansarme de los inconvenientes, de tanto control inútil, de tanto funcionario armado, de que las salas de arte y los museos se estén convirtiendo, poco a poco, en cajas fuertes donde lo que se expone tiene, para ellos, más valor económico que artístico, de que termine pensando que, después de cruzar tantos detectores de metales, la cultura perjudica seriamente la salud.

Felipeángel (c)

No hay comentarios: