lunes, julio 21, 2008

THE HOME 2

George Orwell escribió y publicó en 1937 un libro titulado "El camino de Wigan Pier" (Ediciones Destino S.L. -1976) en el que reflejó, con una prosa ágil y cuidada, las penosas condiciones de vida de gran parte de los trabajadores de las zonas mineras e industriales inglesas en aquellos años 30.
Para complementar las imágenes de Bill Brant, que colgué en la entrada correspondiente al día 26 de junio, voy a poner, como pie de foto, lo que George Orwell dice en su libro.


Foto 1

"Es cierto que la sordidez de las casas de esta gente es en algunos casos culpa suya. Aunque se viva en una casa "detrás con detrás", aunque se tengan cuatro hijos y se cobren del P.A.C. treinta y dos chelines y seis peniques a la semana, no hay ninguna necesidad de tener orinales sin vaciar en la sala. Pero también es cierto que las circunstancias en que viven no son para fomentar el propio respeto. El factor determinante es probablemente el número de hijos. De las casas que vi, las mejor cuidadas eran aquellas donde no había niños o había sólo uno o dos. Con seis niños en una casa de tres habitaciones, es imposible tener nada limpio. Una cosa a subrayar es que las señales más claras de la pobreza no están nunca en el piso de abajo, en la sala-cocina. Se puede visitar un buen número de casas, incluso de las más pobres, y llevarse una impresión equivocada, pensar que esta gente no pueden ser tan pobres si aún poseen un cierto número de muebles y algo de vajilla. Pero es en los dormitorios del piso superior donde realmente se ve toda la desolación de la pobreza. No sé si esto ocurre porque el amor propio hace que las familias se aferren hasta el final a los muebles de la sala o porque la ropa de cama es más fácil de empeñar."(Págs. 64-65)


Foto 2

"Seguramente es necesario descender a varias minas antes de formarse una idea aproximada de los procesos que tienen lugar en ellas. Esto es sobre todo porque el solo esfuerzo de desplazarse de un punto a otro hace difícil observar lo que ocurre en torno a uno. En algunos aspectos, la experiencia constituye una decepción, o por lo menos es diferente de lo que uno había imaginado. Entra uno en la jaula, que es una caja de acero del ancho de una cabina telefónica, aproximadamente, y dos o tres más larga. Tiene capacidad para diez hombres, a condición de que éstos se aprieten como sardinas en lata, y un hombre alto tiene que inclinarse para ir en ella. Se cierra la puerta de acero y alguien que maneja los mandos en la superficie nos deja caer en el vacío. Se tiene el habitual y momentáneo malestar en el vientre y una sensacion de estallido en las orejas, pero no se percibe apenas sensacion de movimiento hasta llegar cerca del fondo, cuando la velocidad disminuye tan rápidamente que uno juraría que el aparato vuelve a ascender. En la mitad del trayecto, la jaula alcanza probablemente los sesenta kilómetros por hora; en algunas de las minas más profundas es todavía mayor. Una vez en el fondo, cuando uno se agacha para salir, se encuentra quizás a cuatrocientos metros bajo tierra. Es decir, que se tiene, por así decirlo, una montaña encima: cientos de metros de dura roca, huesos de animales de expecies extinguidas, subsuelo, masas de piedra, raíces de plantas, hierba y vacas paciendo en ella, todo suspendido sobre la cabeza de uno y apoyado sólo en unos maderos del grosor de la pantorrilla. Pero, debido a la velocidad del descenso, la sensacion de profundidad no es mucho mayor de la que se tiene en la estacion de metro de Piccadilly."
(Pág. 28)


Foto 3

"El estado físico de la gente en las ciudades industriales es muy malo, más aun que en Londres. En Sheffield uno tiene la impresión de hallarse entre una población de trogloditas. Los mineros son tipos espléndidos, pero suelen ser bajos, y el hecho de que sus músculos estén endurecidos por el ejercicio no significa que el físico de sus hijos tenga que ser mejor. En cualquier caso, los mineros son, desde el punto de vista físico, lo mejor de la población. Las muestra más evidente de desnutrición es el mal estado de la dentadura de todo el mundo. En Lancashire, habría que buscar mucho para encontrar a una persona de la clase obrera con los dientes en buen estado. En realidad, se ve a muy poca gente que conserve los dientes, en el estado que sea, aparte de los niños; e incluso los dientes de los niños tienen un aspecto frágil y azulado que indica, me imagino, falta de cal. (...) En cuanto a las cifras de mortalidad, el hecho de que en cualquier gran ciudad industrial el índice de mortalidad adulta y el de mortalidad infantil de los barrios pobres sea siempre aproximadamente el doble del de los barrios acomodados -mucho más del doble en algunos casos- no necesita comentario."
(Págs. 100-1001)


Foto 4

"La actitud de los trabajadores hacia la educación es muy diferente de la nuestra, y muchísimo más sensata. Los obreros suelen sentir un vago respeto por el saber en los demás, pero cuando la cuestión "educación" les afecta directamente, manifiestan ante ella una total indiferencia y la rechazan por un sano instinto. Hubo un tiempo en que yo me compadecía vivamente de los muchachos de catorce años a quienes, según yo imaginaba, se arrancaba de la escuela contra su voluntad para ponerles a trabajar en tareas miserables. Me parecía horroroso que, a los catorce años, alguien pudiera ser condenado a trabajar. Ahora sé que no hay una chica de clase obrera entre mil que no suspire por el día en que dejará la escuela. Estos muchachos quieren hacer un trabajo de verdad, en lugar de perder el tiempo en bobadas como la historia o la geografía. Para los obreros, el hecho de permanecer en la escuela hasta las proximidades de la edad adulta resulta despreciable e impropio de un hombre. La idea de que un grandullón de dieciocho años, que debería llevar a casa una libra semanal, vaya aún a la escuela con un uniforma ridículo y reciba incluso bastonazos cuando no hace los deberes, es para ellos el colmo del absurdo."
(Págs. 119-120)


Foto 5

"Detrás de una de las casas, una mujer joven yacía arrodillada sobre las losas e introducía un palo en la tubería de desagüe de la fregadera, que debía estar atascada. Tuve tiempo de observarla bien; vi su delantal de harpillera, los toscos zapatones (...) Cuando el tren pasó cerca de ella, levantó la vista, y yo estaba casi lo bastante cerca como para que mi mirada se cruzase con la suya. Tenía la cara redonda y pálida, la habitual marchita de la chica de barrio obrero que tiene veinticinco años y aparenta cuarenta, debido a los abortos y al agotamiento. Durante los segundos en que la vi, aquella cara mostraba la expresión más triste y desesperada que he visto nunca (...) Lo que vi en la cara de la mujer no era el sufrimiento ignorante de un animal. Ella sabia muy bien lo que le pasaba y comprendía también como yo lo horrible que era su vida..."
(Pág. 22)

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