Si nos fiamos de los numerosos consejos que las autoridades sanitarias nos están dando para prevenir el contagio de la gripe A, podemos llegar a la conclusión de que uno de los grandes trasmisores de la enfermedad serán los libros y, entre ellos, los Best Sellers.
No hay más que echar un vistazo a lo que la gente lee, en el Metro o en los trenes de Cercanías, para darse cuenta de que la mayoría son grandes volúmenes de afortunados autores, cuyas obras tratan de vampiros, crímenes o misterios. Sobre sus páginas caerán, este invierno, cientos de estornudos y de toses, miles de virus, cantidades ingentes de seres patógenos que quedarán pegados a multitud de palabras como una hoja otoñal arrebatada a un parque y, aunque la gripe avance como los ejércitos de Napoleón por la estepa siberiana, la curiosidad que mató al gato hará que el libro, o los libros, pasen de mano en mano, para empaparse de la sangre de sus vampiros, del pavor de sus crímenes, del aire de sus misterios y, también, del escondido y, tal vez mortal, secreto de sus páginas.
Esas tiradas de millones de ejemplares serán como ríos a los que la nueva peste irá contaminando una vez que se ha empezado a mover y, en su imparable transcurrir, recalará en un delta con innumerables ramificaciones, que buscarán los bronquios de las jovencitas, el delicado hálito de las embarazadas, la tranquila respiración de las amas de casa en el sosiego del atardecer.
Los que leemos a Juan Ramón Jiménez o a Pío Baroja, en cambio, corremos menos riesgo. Si sus libros se sacan de la biblioteca podemos darnos cuenta de que llevan allí muchos años sesteando, tal vez con otro tipo de patógenos entre sus páginas, no digo que no, pero ajenos a la presión mediática y a los intereses comerciales que está gripe arrastra consigo desde hace meses. Si los compramos, podemos tener la seguridad de que nadie nos los pedirá para leerlos porque, quien nos conoce, sabe que ni unos ni otros los acostumbramos a prestar.
A veces cometo el error de esnifar la superficie de sus páginas, que huelen a tiempos remotos y olvidados, pero nunca he sentido un picor de garganta o el moquillo colgándome de la nariz, sino una opresión en el pecho, como si una metáfora estuviera horadando los músculos de mi corazón, o un cosquilleo en el escroto, como si una ironía barojiana me hubiera despertado las ganas de vivir.
Sé que no estoy a salvo porque a mi lado, viajando en el Metro o en el tren de Cercanías, puedo tener a una mujer maravillosa que tose mientra abre uno de esos grandes volúmenes que apenas abarcan sus manos, o a un muchachito, con espinillas en la cara, que lee embobado la última relación de crímenes horrendos ocurridos en una ciudad que nunca conocerá, o a una madre que dice a su hija: “cuando lo acabe te lo dejo”, con la sonrisa maternal de quien sabe que trasmite una grata y provechosa afición y no una enfermedad que alguien trata de convertir en la plaga del siglo XXI., pero estoy tranquilo.
Sé que esta gripe ya no es norteamericana, ni mejicana, ni siquiera porcina; sé que de lo que se ha terminado apoderando es de
FELIPEÁNGEL (c)
23/SET/09
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