De los que, a la desesperada, habían desembarcado en los escollos, quedaba una hacina de troncos palpitantes, mutilados y sangrientos, que casi a la vez tumbó sobre el recanto de la playa el plomo enemigo. ¿Qué fin se proponían al desembarcar así? Ninguno; quizá no sobrevivir a los otros, cuyos cuerpos obstruían el paso, revueltos con las embarcaciones sacrificadas, echadas a pique. No habiendo podido cerrar la bahía, tratábase de morir.
Y habían muerto con el gesto sencillo y gallardo de aquella gente durante aquella guerra; pero alguno respiraba aún. No hacía el menor movimiento; tenía destrozadas ambas piernas y una bala en la clavícula. No sentía dolor, sino sólo los comienzos del frío y peso en las extremidades, la inercia, que pronto sería reemplazada por el devaneo de la fiebre. Permanecía con los ojos cerrados, el rostro blanquecino, semejante -a pesar de su uniforme europeo- a uno de esos muñecos de marfil que esculpen delicadamente, los nipones. En el abandono de su letargo calenturiento reaparecía más claro el sello de la raza, lo oblicuo de los ojos, lo menudo, como rudimentario, de las facciones, la expresión mística, infantil, ingenua, de la faz, lo exiguo de la cabeza, la negrura lustrosa del lacio pelo. Nada menos belicoso que semejante fisonomía. Antes que guerrero moribundo, parecía rota marioneta, fútil y dulce juguete desechado por un niño. Y en su cerebro, las imágenes empezaban a atropellarse con lucidez febril, opresiva. Borrados todos los recuerdos del disfraz occidental, la pintoresca existencia asiática se desarrollaba con sus prestigios de color y luz, con su brillantez y su molicie suave, naturalmente artística.
El herido se encontraba en un jardín, terraza colgada sobre un río, cercada por tapia de escasa altura, hecha de azulejos de porcelana polícroma. Macetas diminutas, con arbustos enanos, coronaban la tapia, y árboles recortados en figura de peces, esquifes o jarrones, rodeaban el quiosco de porcelana también.
Dentro, en platos primorosos, se brindaban frutas, nísperos de oro, pavías de felpa rosa, naranjitas bruñidas, guanteadas por su flexible piel. Confituras ligeras, capullos e insectos en almíbar, completaban el refresco. Dos tibores sostenidos por un dragón o endriago fabuloso se alzaban sobre peanas de madera laqueada en los ángulos del delicioso quiosco, todo enramado y enguirnaldado de campanillas abiertas, que sobre las columnas de porcelana parecían adornos cerámicos, de una cerámica milagrosamente frágil.
Frente al quiosco, apoyada en la tapia, flanqueada de cerezos en flor, cuyas negras, desnudas y lisas ramas salpicaban estrellas carmesíes, una fontana, un hilo de agua recayendo en concha gigantesca, emperlaba el aire con su cántico de cristal fino. En el seno de nácar de la tridacne, dentro del agua blanca, movida, monstruos de esmalte turquí y bermejo nadaban lentamente, y en el cáliz de las flores del cerezo, gotas de humedad refulgían al sol. Y el herido sintió una sed rabiosa, infinita. ¡Aquel agua! ¡Aquel agua! Era la misma que había mojado sus labios, refrescando su lengua, cuando niño; reconoció la fuente, el delgado chorro, el musical gorgoteo que producía al recaer en la valva, estremeciendo de gozo a los ciprinos... Se arrojó con salto nervioso hacia la fuente. En el instante mismo, los endriagos de los tibores, desperezándose, pegando un brinco felino y cruel, se interpusieron. Sus fauces pintadas echaban fuego, sus ojos redondos saltaban de las órbitas, sus garras corvas amenazaban a las pupilas del audaz. Y la canturía misteriosa del hilito cristalino parecía repetir: «Sagrada es la fuente».
El herido, desalentado, se desplomó en un taburete de laca, bebiendo, a falta de cosa mejor, la frescura que subía del río. Iba a ponerse el sol; el horizonte era violeta y púrpura; una luna inflamada asomaba detrás de una colina de estaño, escueta y geométrica en su dibujo. Así que el globo encendido se alzó, palideciendo, del fondo sombrío de la perspectiva confusa, velada por tules negruzcos, empezaron a surgir puntos lucientes, chispitas imperceptibles, que aumentaron hasta formar hormiguero infinito de farolillos, linternas y faroles de papel.
La noche se esclareció con el resplandor de millones de luces, y las figuras raras, el abigarrado surgir de muecas, visajes y vuelos de alimañas fantásticas en las faces de las grandes farolas, alborozaron al herido, causándole un transporte de orgullosa locura. Porque había comprendido: la ciudad se incendiaba, delirante, celebrando la victoria, el magnífico triunfo de los ágiles y de los resignados a perecer, sobre una enorme masa pesada y dura, fría y resistente como una pirámide de basalto. Aquellos faroles eran lenguas de llama que le gritaban «¡vítor!», y la innúmera muchedumbre que llenaba las calles, que se esparcía por las orillas del río y lo surcaba en barquitos chatos, en juncos estrechos, ascuas de lumbre sobre el agua aceitosa, alzaba un himno a su valor sublime, y al de los que yacían en el fondo del abra, entre los restos de los inmolados cañoneros, perdidos allí para que el enemigo no pasase.
En la otra orilla, los barcos de flores, las casas de té, resplandecían más que ningún edificio. Las musmís de nombres de flor, de sonrisa trazada con un rasgo de cinabrio, de rizos simulados con una voluta de tinta china, de cara pálida, lisa, graciosamente tristona; las aseñoritadas meretrices de formas recogidas y puras, de púdico ropaje, se asomaban a las barandillas de sus balconadas, le llamaban, le cantaban versos elogiosos, llamándole guerrero divino, terror del Occidente, sucesor de los héroes que la crónica fiel rodea de leyendas, en caracteres de cobalto y oro.
El herido se erguía altivo, extasiado, y notaba al erguirse que un choque, un tilinteo de armas acompañaba la acción. Mirábase, y se encontraba vestido de viejo combatiente, de samuray o tradicional. Su mano derecha esgrimía el clásico sable, de empuñadura curiosamente trabajada por desconocido artista; su izquierda columpiaba el abanico, donde una bandada de grullas alza el vuelo en celajes nacarados puntilleados de plata. Las laminículas de su coraza jugaban sobre su pecho, y le enmascaraba el rostro una careta de expresión feroz y horrible. Ataviado así, echó a andar, descendió la escalinata, se acercó a la margen del río, rielante de colores. La muchedumbre le abría paso, las cortesanas le sonreían con enamorada humildad. Él caminaba hacia el palacio imperial, hacia los parques y los bosques de la sacra residencia inaccesible a los ojos humanos. No era posible que con aquel traje nadie le detuviese, y, en efecto, lejos de detenerle, la gente le seguía, le arrastraba en su torrencial flujo, le llevaba en volandas, en hombros, en brazos, en alto, en improvisado palanquín, no sabía él mismo cómo, pero ciertamente bogando por cima de un océano de farolitos tembladores y oscilantes, entre cuyas olas, acribilladas de luz, se anegaba a veces, viniendo las miríadas de puntos luminosos a inundar su cabeza, a quemar con reiterado picor de brasas su cuerpo, a deslumbrar y cegar sus pupilas resecas de calentura.
Un dolor agudo le devolvió el conocimiento.
El sol caía a plomo sobre su frente. Le estaban incorporando, palpando, arrancándole entre el montón de cadáveres. Unas barbas frondosas y rubias, un semblante ancho, sonrosado, serio, se inclinaba sobre él, y el aliento del hombre del Norte se mezclaba con el suyo.
-La camilla -oyó decir-. Con cuidado: hacedle el menor daño posible.
El herido, fríamente, miró a su salvador, escrutó sus ojos claros, húmedos de vida, sus sienes blancas bajo la gorra de campamento y, echando mano al cinturón, en un relámpago, sacó y disparó a boca de jarro el revólver. Cinco tiros contestaron al suyo, y uno de los que le remataron le apoyó el cañón en el hueco del oído. Pero el oficial ruso había caído boca arriba fulminado.