"Un cura muy celoso por el culto, quiso hacer una función al patrono del pueblo; pero éste, que era muy pobre, no tenía para su iglesia ni órgano ni sochantre. El barbero era un cantaor y tocador de fama, y al cura se le ocurrió preguntarle si sería capaz de acompañarle en una misa cantada. El barbero, que era fanfarrón, y se creía capaz de todo, le contestó muy en sí, que lo era para eso, y para cuanto hubiese que cantar en el mundo. Mucho se alegró el buen cura que desde luego dispuso su función, mandó repicar a misa mayor y previno la iglesia, la que el día siguiente se llenó de gente, y comenzó el cura su misa cantada, tan confiado en las promesas del barbero. Pero cuál sería su asombro y su despecho, cuando al entonar el Gloria, notó que el barbero en tono de fandango prosiguió el canto con acompañamiento rajado de esta suerte: !ay qué gloria, qué gloria, qué gloria! tan, tan, tan, tan, tan, tan, y entusiasmándose con lo bien que resonaba la guitarra y su voz en la bóveda del coro, continuó cada vez más recia y precipitadamente: !ay qué gloria, qué gloria, qué gloria! tan, tan, tan, tan, tan, tan, . Hasta que no pudiendo ya sufrir el cura aquella estúpida irreverencia, arrastrado por su impaciencia e indignación, se volvió hacia el coro y levantando los brazos exclamó: ! ay qué bestia, qué bestia, qué bestia, qué bestia! ".
(Cuento andaluz recogido por Fernán Caballero)
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