"Su abuelo era un hombre de pocas palabras, pero si había que contar la historia de la casa (cómo primero la ideó pintándola con un palito en la arena, cómo transportó los materiales a lomos de cuatro burros que se llamaban todos Félix y cómo finalmente la alzó con la fuerza desnuda de sus brazos, sin ayudantes ni testigos, y plantó el eucalipto y el parral, y construyó para su propio recreo un poyatón de piedra, y cavó un pozo que dio un agua con sabores de hierro y anís, y cómo en el otoño descansó, satisfecho de la obra pero preocupado porque con ella había abierto la mente a la quimera de otras obras, y por lo pronto no se le ocurría qué hacer, y la incertidumbre le impedía el descanso a la vez que la acción), si había que contar estos hechos, entonces se convertía en un hombre de palabra fácil y rotunda, y nadie lo sabía contradecir. Ahora bien, únicamente confiaba su relato a los desconocidos, y como en todo aquel campo sólo había la casa, y como el camino que llevaba a ella no llevaba a ninguna otra parte, los desconocidos eran raros, y siempre aparecían por equivocación. Así que Gregorio no tuvo ocasión de oír la historia hasta el año siguiente, cuando empezaron a tender la línea férrea y acudían los obreros a buscar agua al pozo y a comer a la sombra del eucalipto, que era la mejor del contorno. Entonces su abuelo los agasajaba con bromas de mujeres, filosofaba a sus anchas y acababa diciendo que el mundo estaba necesitado, mas que de trenes, de leyes justas y de buenos discursos. Los hombres se abandonaban al respeto. Eran gente rota y de grande ignorancia. Llevaban alpargatas y sombreros de paja, con espigas entalladas en la cinta. Venían en cuadrilla, se tendían bajo el eucalipto y no levantaban los ojos del sustento. El abuelo los presidía de pie y hacía el elogio del agua y de la sombra. Sin duda esperaba un buen momento para contar su gesta. «Fue un anochecer de verano, como hoy», se dijo Gregorio, con la memoria en carne viva.
Había estado vigilante y presto a la sentencia hasta que aquella noche dio con el cabo del ovillo y comenzó a narrar el origen del hombre y de las cosas. Lector de la Doctrina, se remontó al Génesis: Dios hizo las aguas y las culebras, por imitación de las estrellas nacieron los peces, el aire silbaba tanto que salieron pájaros, la tierra se llenó de fieras y lombrices y de entre la espesura surgió el hombre expulsado, con los ojos brillantes de voluntad y experiencia. Su voz sonaba con fatídica monotonía de profeta. El campo y el cielo hacían ilustres sus palabras. Recostados en el suelo, los obreros se avenían al discurso y escuchaban sin porfía. En la piedra distante el padre rumiaba y removía la tierra con los pies. Era una noche de verano, quieta y clara, y un dragón de estrellas metía la cabeza en el alto ramaje.
—Había acabado la casa, señores. Ya antes de empezarla había cobrado por adelantado la satisfacción de concluirla. Así que me senté en el poyo a hacer lo mismo con mi próxima obra. Pero antes, ¿por qué no disfrutar de un buen discurso? Desde chico me gustaron mucho los discursos, pero nunca me sentí con fuerzas ni tuve auditorio para practicarlos. A veces me sentía inspirado, y si no sabéis lo que es la inspiración os diré que es una potencia sin sosiego ni norte, una furia que se hace terrible si uno piensa, "la vida es corta", mientras va sintiendo por dentro la semilla maldita de la inmortalidad. Entonces uno se envenena de supersticiones: "¡Mientras dure la inspiración estaré a salvo de la muerte!", grita. Pero la inspiración es débil y apenas dura un vuelo, así que si consigo mantenerla pura, sin cumplimentarla de aquí para allá, si detengo su empuje por medio de la voluntad, si logro familiarizarme con un deseo imposible, moriré también, pero entretanto seré inmortal y gozaré a todas horas de la vida. ¿A qué andar poniéndole puertas al campo? Yo sentía que la inspiración era un mal negocio y que servirla es como trabajar para un ajeno, y a mí me gusta trabajar para uno mismo, según la necesidad de mis conveniencias. Por tanto me dije allí en el poyo: "La vida es corta y está hecha a la medida de los mansos de corazón. Cava un huerto, rodéate de cabras, ten hijos y sé un hombre de bien. Tu mujer se llamará Encarnación, y tus hijos recibirán los nombres de Pedro, Alonso y Baltasar. Los reunirás a todos cada noche y les contarás la historia de la casa y cómo, renunciando al instinto de la gloria, a las obras hidráulicas y a la pasión por civilizar los llanos, te sacrificaste por ellos, poblando un suelo de pizarra en torno a una pequeña lumbre de sarmientos, y ellos te oirán con admiración, respeto y temor, e irán diciendo: Nuestro padre es un santo, un pionero, un reformador de las costumbres, y tu fama correrá por estos pueblos y se oirá decir: Allí donde las minas de antimonio vive un hombre justo, un varón íntegro, un Séneca. Y vendrán a pedirte consejo, arbitrarás disputas, juzgarás caracteres y tendrás ocasión de contar mil veces la historia de la casa". Dios hizo el mundo y descansó. ¿Por qué una simple criatura no podría hacer lo mismo después de construir una casa y un pozo? Y así estuve largo rato, poniendo a prueba mi temperamento y recreándome en el placer de la jurisprudencia. "¡Qué bien hablas sin tener estudios!", me decía, "¡qué buen legislador hubieras sido!, ¡qué gran tribuno se está perdiendo el mundo!" Porque sólo la pasión por el Derecho me tenía allí quieto, planeando maravillas. Y allí estuve tres días moviendo la cabeza, sin que se me ocurriera nada salvo aquello de ser un gran jurista, ganar pleitos y echar discursos en las asambleas. Lo demás eran obras ruines, indignas de mi ambición. "Ambiciona y se te concederá", me decía. Y miraba a lo lejos, por los cerros, y por un lado estaba triste porque la sabiduría me había llevado a desear lo imposible, y por el otro estaba contento de no malgastar la inspiración en empresas menudas y perecederas, porque la ambición es lo más grande que hay en el hombre y lo que lo aparta del animal, y a más ambición más gloria, y ése era un mérito que nadie me podría arrebatar y del que me sentiría orgulloso de por vida. "Dedicaré mi vida a desear ser notario", concluí. "Esa será mi gloria y mi penalidad".
»Vosotros sois parias y entendéis mi lenguaje. ¿Puede haber algo más grande que lo que no hay? ¿Puede haber algo que exceda al afán? Así que a los tres días me levanté del poyo, monté en el burro, me casé, me rodeé de cabras y tuve un hijo. Miradlo ahí en la piedra. Quiere llegar a coronel. Ha aprendido de mí que sólo el afán nos mantiene vivos y voraces. Estuvo en el servicio y podía haber llegado como mucho a sargento. Y ¿no vale más querer ser coronel que ser sargento? Hay quien se desespera porque no llueve o por un dolor en una pierna o porque vino la zorra y le comió un pavo. Los pobres se desesperan porque son pobres y los ricos por no ser más ricos. Entonces, ¿no vale más desesperarse por el imposible? ¿No ahorraremos camino? ¿No es una gran ventaja renunciar a los pequeños deseos por perseguir otro mayor, el más alto, el más noble, del que no nos avergoncemos a la hora de morir?
»Nadie podrá decir de mí: "Ese pasó sin pena ni gloria". No, pasé con ambas. Con una entretuve a la otra, las engañé a las dos, las enganché juntas al carro del afán. ¿Es que no hablo bien? ¿No soy un verdadero orador? Por eso os digo que no os quedéis cortos en el pedir. ¿No habéis oído que Dios es misericordioso y justiciero? Escuchadme si tenéis hijos: no les pongáis puertas a sus ambiciones. Si quieren ser albañiles, decidles que arquitectos, y si arquitectos que ministros de la vivienda. No permitáis nunca que se cumpla el afán, no pongáis los sueños al alcance de los niños para que nunca sean tan miserables como vosotros, ferroviarios.»
Calló. Y era mayor el silencio porque también el auditorio había cesado de escuchar. Sólo se oía el enredo del aire entre las ramas. Gregorio, escondido en la oscuridad, permaneció inmóvil, hechizado aún por el discurso, hasta que su madre lo cogió por la mano y se lo llevó a dormir. Y aunque apenas entendía nada, le daban ganas de llorar. Desde la cama oyó las risas de los peones que se iban. Cuando se perdieron las voces, su padre vino al poyo y comenzó a tocar en la armónica una de sus canciones tristes de otra época. «Esa música atrae a la muerte», pensó Gregorio, y al instante se durmió.
Fue así como supo que su abuelo iba a ser notario y su padre coronel. Por el día trabajaban la tierra y el ganado, y a la noche se sentaban a echar las cuentas del deseo, uno en el poyo y otro en la piedra del camino. A veces se comunicaban de lejos («¡Ehhh!», gritaba uno; «iehhh!», contestaba el otro, pero simulando que eran ruidos independientes entre sí), o se tosían, o como mucho cruzaban pronósticos del tiempo o se concertaban para escuchar juntos el canto de la zorra, y así iban distrayendo los sinsabores de la espera."
(LUIS LANDERO: "Juegos de la edad tardía"-Bibliotex S. L.- Madrid- "2001")
Había estado vigilante y presto a la sentencia hasta que aquella noche dio con el cabo del ovillo y comenzó a narrar el origen del hombre y de las cosas. Lector de la Doctrina, se remontó al Génesis: Dios hizo las aguas y las culebras, por imitación de las estrellas nacieron los peces, el aire silbaba tanto que salieron pájaros, la tierra se llenó de fieras y lombrices y de entre la espesura surgió el hombre expulsado, con los ojos brillantes de voluntad y experiencia. Su voz sonaba con fatídica monotonía de profeta. El campo y el cielo hacían ilustres sus palabras. Recostados en el suelo, los obreros se avenían al discurso y escuchaban sin porfía. En la piedra distante el padre rumiaba y removía la tierra con los pies. Era una noche de verano, quieta y clara, y un dragón de estrellas metía la cabeza en el alto ramaje.
—Había acabado la casa, señores. Ya antes de empezarla había cobrado por adelantado la satisfacción de concluirla. Así que me senté en el poyo a hacer lo mismo con mi próxima obra. Pero antes, ¿por qué no disfrutar de un buen discurso? Desde chico me gustaron mucho los discursos, pero nunca me sentí con fuerzas ni tuve auditorio para practicarlos. A veces me sentía inspirado, y si no sabéis lo que es la inspiración os diré que es una potencia sin sosiego ni norte, una furia que se hace terrible si uno piensa, "la vida es corta", mientras va sintiendo por dentro la semilla maldita de la inmortalidad. Entonces uno se envenena de supersticiones: "¡Mientras dure la inspiración estaré a salvo de la muerte!", grita. Pero la inspiración es débil y apenas dura un vuelo, así que si consigo mantenerla pura, sin cumplimentarla de aquí para allá, si detengo su empuje por medio de la voluntad, si logro familiarizarme con un deseo imposible, moriré también, pero entretanto seré inmortal y gozaré a todas horas de la vida. ¿A qué andar poniéndole puertas al campo? Yo sentía que la inspiración era un mal negocio y que servirla es como trabajar para un ajeno, y a mí me gusta trabajar para uno mismo, según la necesidad de mis conveniencias. Por tanto me dije allí en el poyo: "La vida es corta y está hecha a la medida de los mansos de corazón. Cava un huerto, rodéate de cabras, ten hijos y sé un hombre de bien. Tu mujer se llamará Encarnación, y tus hijos recibirán los nombres de Pedro, Alonso y Baltasar. Los reunirás a todos cada noche y les contarás la historia de la casa y cómo, renunciando al instinto de la gloria, a las obras hidráulicas y a la pasión por civilizar los llanos, te sacrificaste por ellos, poblando un suelo de pizarra en torno a una pequeña lumbre de sarmientos, y ellos te oirán con admiración, respeto y temor, e irán diciendo: Nuestro padre es un santo, un pionero, un reformador de las costumbres, y tu fama correrá por estos pueblos y se oirá decir: Allí donde las minas de antimonio vive un hombre justo, un varón íntegro, un Séneca. Y vendrán a pedirte consejo, arbitrarás disputas, juzgarás caracteres y tendrás ocasión de contar mil veces la historia de la casa". Dios hizo el mundo y descansó. ¿Por qué una simple criatura no podría hacer lo mismo después de construir una casa y un pozo? Y así estuve largo rato, poniendo a prueba mi temperamento y recreándome en el placer de la jurisprudencia. "¡Qué bien hablas sin tener estudios!", me decía, "¡qué buen legislador hubieras sido!, ¡qué gran tribuno se está perdiendo el mundo!" Porque sólo la pasión por el Derecho me tenía allí quieto, planeando maravillas. Y allí estuve tres días moviendo la cabeza, sin que se me ocurriera nada salvo aquello de ser un gran jurista, ganar pleitos y echar discursos en las asambleas. Lo demás eran obras ruines, indignas de mi ambición. "Ambiciona y se te concederá", me decía. Y miraba a lo lejos, por los cerros, y por un lado estaba triste porque la sabiduría me había llevado a desear lo imposible, y por el otro estaba contento de no malgastar la inspiración en empresas menudas y perecederas, porque la ambición es lo más grande que hay en el hombre y lo que lo aparta del animal, y a más ambición más gloria, y ése era un mérito que nadie me podría arrebatar y del que me sentiría orgulloso de por vida. "Dedicaré mi vida a desear ser notario", concluí. "Esa será mi gloria y mi penalidad".
»Vosotros sois parias y entendéis mi lenguaje. ¿Puede haber algo más grande que lo que no hay? ¿Puede haber algo que exceda al afán? Así que a los tres días me levanté del poyo, monté en el burro, me casé, me rodeé de cabras y tuve un hijo. Miradlo ahí en la piedra. Quiere llegar a coronel. Ha aprendido de mí que sólo el afán nos mantiene vivos y voraces. Estuvo en el servicio y podía haber llegado como mucho a sargento. Y ¿no vale más querer ser coronel que ser sargento? Hay quien se desespera porque no llueve o por un dolor en una pierna o porque vino la zorra y le comió un pavo. Los pobres se desesperan porque son pobres y los ricos por no ser más ricos. Entonces, ¿no vale más desesperarse por el imposible? ¿No ahorraremos camino? ¿No es una gran ventaja renunciar a los pequeños deseos por perseguir otro mayor, el más alto, el más noble, del que no nos avergoncemos a la hora de morir?
»Nadie podrá decir de mí: "Ese pasó sin pena ni gloria". No, pasé con ambas. Con una entretuve a la otra, las engañé a las dos, las enganché juntas al carro del afán. ¿Es que no hablo bien? ¿No soy un verdadero orador? Por eso os digo que no os quedéis cortos en el pedir. ¿No habéis oído que Dios es misericordioso y justiciero? Escuchadme si tenéis hijos: no les pongáis puertas a sus ambiciones. Si quieren ser albañiles, decidles que arquitectos, y si arquitectos que ministros de la vivienda. No permitáis nunca que se cumpla el afán, no pongáis los sueños al alcance de los niños para que nunca sean tan miserables como vosotros, ferroviarios.»
Calló. Y era mayor el silencio porque también el auditorio había cesado de escuchar. Sólo se oía el enredo del aire entre las ramas. Gregorio, escondido en la oscuridad, permaneció inmóvil, hechizado aún por el discurso, hasta que su madre lo cogió por la mano y se lo llevó a dormir. Y aunque apenas entendía nada, le daban ganas de llorar. Desde la cama oyó las risas de los peones que se iban. Cuando se perdieron las voces, su padre vino al poyo y comenzó a tocar en la armónica una de sus canciones tristes de otra época. «Esa música atrae a la muerte», pensó Gregorio, y al instante se durmió.
Fue así como supo que su abuelo iba a ser notario y su padre coronel. Por el día trabajaban la tierra y el ganado, y a la noche se sentaban a echar las cuentas del deseo, uno en el poyo y otro en la piedra del camino. A veces se comunicaban de lejos («¡Ehhh!», gritaba uno; «iehhh!», contestaba el otro, pero simulando que eran ruidos independientes entre sí), o se tosían, o como mucho cruzaban pronósticos del tiempo o se concertaban para escuchar juntos el canto de la zorra, y así iban distrayendo los sinsabores de la espera."
(LUIS LANDERO: "Juegos de la edad tardía"-Bibliotex S. L.- Madrid- "2001")
3 comentarios:
Me gusto mucho este libro de Luis Landero.
"¡Mientras dure la inspieracion estare a salvo de la muerte!"
El Guitarrista creo que no es tan bueno
Excelente, gracias. A decir verdad, no había leído nada de este autor hasta el momento, pero creo que comenzaré por este libro.
Salud.
Gracias por vuestros comentarios.
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