"Un perfume de iglesia y oblea, que era el mío, se mezclaba a los olores guerreros y diuréticos del moro, cuando nos encaminábamos hacia la casa de la Formalita, la mejor casa de putas de la ciudad, que no tenía verja ni visillos, como otras, sino que, vieja judería, disimulaba con portal y fachada estrechos la riqueza interior, el laberinto arábigo-andaluz de patios, fuentes y alcobas donde los castellanos viejos venían empecatándose desde los tiempos de Sancho el Fuerte, según los había visto yo, vestido siempre de monaguillo distinguido, desde los cuadros religiosos o históricos en que aparezco retratado y sin nombre, allá por los siglos catorce y quince.
El primer día creí que el moro, a lo mejor, quería abusar de mí. Me lo había dicho Germán, el hijo del guardia municipal, que por el estrecho trato de su padre con la delincuencia de la vida, sabía de esas cosas:
-Ándate con ojo, monaguillo, que los moros son todos bujarrones.
-¿No vienen a luchar por España y por Franco?
-Bujarrones perdidos, monaguillo.
De modo y manera que los primeros días anduve con un cierto cuidado, y hasta la mano del moro, enorme y oscura como una liebre que me llevase a mí de la mano, me parecía pecado, asco pecaminoso, suciedad y miedo.
Pero no, ya vi que no, en seguida me tranquilicé, porque, llegados a casa de la Formalita, que no era la Formalita, sino herencia, recuerdo, heredad, repetición y memoria de una legendaria Formalita que diera posada, lecho y placer a mesnaderos de algún Cid y pecheros de algún señor de horca y cuchillo, en seguida, digo, el moro Muza entró en faena, reclamó mujeres, y vinieron viejas en candil, putas rubias, alguna morenaza desnuda, sobrinas de diácono con toalla menstrual y zapatillas de pompón, y desaparecía el moro, mi oscuro amigo, escaleras arriba, rozando su gran sable, si lo llevaba, por las nobles tarimas de la casa, y un golpeteo de sable en cada escalón, unido al rosmar de algo, y, allí quedaba yo, sentado en una silla, las manos bajo el hábito, en el pasillo, sujetándome la picha o estirándomela, según."
(FRANCISCO UMBRAL.- "Los helechos arborescentes"- Bibliotex S.L.- Madrid- 2001, págs. 14-15)
El primer día creí que el moro, a lo mejor, quería abusar de mí. Me lo había dicho Germán, el hijo del guardia municipal, que por el estrecho trato de su padre con la delincuencia de la vida, sabía de esas cosas:
-Ándate con ojo, monaguillo, que los moros son todos bujarrones.
-¿No vienen a luchar por España y por Franco?
-Bujarrones perdidos, monaguillo.
De modo y manera que los primeros días anduve con un cierto cuidado, y hasta la mano del moro, enorme y oscura como una liebre que me llevase a mí de la mano, me parecía pecado, asco pecaminoso, suciedad y miedo.
Pero no, ya vi que no, en seguida me tranquilicé, porque, llegados a casa de la Formalita, que no era la Formalita, sino herencia, recuerdo, heredad, repetición y memoria de una legendaria Formalita que diera posada, lecho y placer a mesnaderos de algún Cid y pecheros de algún señor de horca y cuchillo, en seguida, digo, el moro Muza entró en faena, reclamó mujeres, y vinieron viejas en candil, putas rubias, alguna morenaza desnuda, sobrinas de diácono con toalla menstrual y zapatillas de pompón, y desaparecía el moro, mi oscuro amigo, escaleras arriba, rozando su gran sable, si lo llevaba, por las nobles tarimas de la casa, y un golpeteo de sable en cada escalón, unido al rosmar de algo, y, allí quedaba yo, sentado en una silla, las manos bajo el hábito, en el pasillo, sujetándome la picha o estirándomela, según."
(FRANCISCO UMBRAL.- "Los helechos arborescentes"- Bibliotex S.L.- Madrid- 2001, págs. 14-15)
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