Lo he contado en algunas ocasiones pero cada vez ocurre más temprano. Ayer, sin ir más lejos, un hombre, al que vi en el andén que hablaba solo, comenzó a pedir en el primer cercanías de la mañana que sale de Vicálvaro a las 6´15. Pedía bajito y sin convicción a unos viajeros que vienen, la mayoría, dormidos o con las telarañas del último sueño nublándoles los ojos; dos estaciones más tarde subió un chico joven, ataviado con un gorro y una bufanda de lana; era alto, enjuto y desgarbado pero no tenía aspecto de yonqui; la verdad es que cada vez se ven menos yonquis; deben estar muertos o buscan en otros caladeros lo que necesitan para su dosis diaria.
El vagón permanecía en un silencio lúgubre; aún era de noche y la luz indirecta ponía tonos amarillos en el techo; aunque era sábado, y no se considera día laborable, la mayoría de los viajeros tenía el aspecto de ir a trabajar; no había tantos como de costumbre pero casi todos los asientos estaban ocupados. El hombre que subió en Vallecas comenzó a hablar en voz alta, sin demasiado dramatismo, diciendo que se encontraba en el paro, que no podía pagar la hipoteca, que tenía una hija de pocos años y que, muy a su pesar, no le quedaba más remedio que pedir una pequeña ayuda; acto seguido no extendió la mano por el pasillo sino que se puso a tocar una melodía tristísima con una pequeña flauta de colegial; una de esas canciones escuchadas anteriormente en alguna banda sonora de una película romántica pero sin final feliz; casi una canción de cuna para despertar nuestra conciencia y adormecer su hambre; para abrir nuestro corazón a la caridad que se demandaba y cerrar las puertas al fantasma del abandono y la fatalidad.
A lo mejor la flauta que tocaba el flautista pobre del cercanías era la misma que llevaba la niña en la mochila los días lectivos; la misma que su padre le cogía cada fin de semana, a escondidas, sin saber que esas notas que sonaban en la clase de la escuela eran las que terminaban trayendo un poco de dinero a su casa. Con aquella música melancólica y cadenciosa el silencio del vagón se volvió más denso; no se oía ni una sola palabra; nadie conversaba ni hablaba por el teléfono móvil; acabó de tocar y pidió una ayuda; quien más quien menos le dio alguna moneda y él, con una pena infinita reflejada en el rostro, nos dio, a su vez, las gracias.
Se fue a otro coche del tren de cercanías y el silencio continuó; tuve la sensación de que el flautista se había llevado consigo una parte de nosotros, algunas de las palabras que quisimos decirle y no dijimos, el pequeño tributo de nuestro agradecimiento a una hora en que su hija aun estaría durmiendo. Resultaba increíble que no se oyera ni el politono de un teléfono móvil, ni el bisbiseo de una conversación, ni el acelerado ritmo del bacalao sonando a todo meter en los oídos de algún pastillero melómano. La nube de tristeza, la melodiosa niebla de la flauta infantil había quedado allí rodeándonos a todos los viajeros, abrazándonos con suavidad, y ese estado del alma, esa melancolía que nos invadió no se fue en todo el viaje; me pareció que en ese pequeño vagón se concentraba el estado de ánimo de muchos españoles en contraste con la alegre vida de nuestras clases dirigentes; las mismas que no paran de pedirnos grandes sacrificios para que la flauta del crecimiento económico y del pleno empleo suene para todos un poquito mientras no cambian ni corrigen sus vicios y su costumbres que, ahora vemos, han sido los mismos durante muchos, demasiados años.
Felipeángel (c)
No hay comentarios:
Publicar un comentario