Ayer salí de casa a la hora en que mean los perros y escupen los viejos. Debería haberme vuelto a la cama, como hizo en su día César González-Ruano, pero decidí encaminarme hacia la estación de cercanías, a pesar de la música de fondo de los ladridos caninos y el gargajeo senil. Es lo que tiene nuestra curiosa democracia: sustituimos a los niños por perros y hacemos madrugar al abuelete para que se oreen las habitaciones y se pudran nuestros principios.
En el tren, como viene siendo habitual, ya es imposible leer; los acentos se confunden y la algarabía que montan los que hablan por el móvil se posa sobre las letras como el verde cuajarón sobre la acera; así que no toca sino mirar: mirar el paisaje urbano de los bloques de hormigón, al pobre que recita a Rosalía mientras pide, a los que van al mercadillo del Pozo del Tío Raimundo con sus carritos a cuadros y sus bolsas del Carrefour, al que toca la guitarra, al que fuma entre los dos vagones mientras se mueve a ritmo de reggaeton.
La Glorieta de Atocha está en calma. Yo esperaba encontrarme sindicalistas ondeando sus banderas por las calles pero sólo me encuentro a unos pocos guiris junto a las puertas del Reina Sofia. Al principio de la Cuesta de Moyano unos operarios montan un tenderete; las casetas están cerradas; los perros mean; los viejos escupen.
A lo lejos, en el Paseo del Prado , se divisan algunas lecheras de la policía y una pancarta sindical. Me encamino hacia la Plaza de Neptuno; compruebo alborozado que las hordas atléticas no le han roto el tridente al dios de los mares, y que las obras en las inmediaciones del Congreso siguen su curso con los leones sumidos en la oscuridad. Continúo hacia la Plaza de la Cibeles: más pancartas, más guiris, más turistas haciendo fotos, más perros meando en los alcorques de los árboles, más viejos depositando la íntima flema de sus entrañas entre las junturas de los adoquines. Tampoco hay mucha gente en el Paseo de Recoletos. Algunas personas conversan, como los obreros a pie de obra, mientras aguardan a que vayan abriendo las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Siento, como Ruano, que he llegado una hora antes a todo pero no decido irme sino esperar: esperar a que despierte la Feria; esperar a que despierten los manifestantes; esperar a que despierten las banderas; esperar a que la ciudad despierte.
Hago tiempo andando hacia Colón; en los bordes de los jardines se sienta una muchachada alegre; algunos perros mean; algunos viejos escupen haciendo una pequeña parábola en el aire, algunos guiris miran el mapa de la ciudad como quien mira el mapa del tesoro de Danny Da Vito.
En el tren, como viene siendo habitual, ya es imposible leer; los acentos se confunden y la algarabía que montan los que hablan por el móvil se posa sobre las letras como el verde cuajarón sobre la acera; así que no toca sino mirar: mirar el paisaje urbano de los bloques de hormigón, al pobre que recita a Rosalía mientras pide, a los que van al mercadillo del Pozo del Tío Raimundo con sus carritos a cuadros y sus bolsas del Carrefour, al que toca la guitarra, al que fuma entre los dos vagones mientras se mueve a ritmo de reggaeton.
La Glorieta de Atocha está en calma. Yo esperaba encontrarme sindicalistas ondeando sus banderas por las calles pero sólo me encuentro a unos pocos guiris junto a las puertas del Reina Sofia. Al principio de la Cuesta de Moyano unos operarios montan un tenderete; las casetas están cerradas; los perros mean; los viejos escupen.
A lo lejos, en el Paseo del Prado , se divisan algunas lecheras de la policía y una pancarta sindical. Me encamino hacia la Plaza de Neptuno; compruebo alborozado que las hordas atléticas no le han roto el tridente al dios de los mares, y que las obras en las inmediaciones del Congreso siguen su curso con los leones sumidos en la oscuridad. Continúo hacia la Plaza de la Cibeles: más pancartas, más guiris, más turistas haciendo fotos, más perros meando en los alcorques de los árboles, más viejos depositando la íntima flema de sus entrañas entre las junturas de los adoquines. Tampoco hay mucha gente en el Paseo de Recoletos. Algunas personas conversan, como los obreros a pie de obra, mientras aguardan a que vayan abriendo las casetas de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. Siento, como Ruano, que he llegado una hora antes a todo pero no decido irme sino esperar: esperar a que despierte la Feria; esperar a que despierten los manifestantes; esperar a que despierten las banderas; esperar a que la ciudad despierte.
Hago tiempo andando hacia Colón; en los bordes de los jardines se sienta una muchachada alegre; algunos perros mean; algunos viejos escupen haciendo una pequeña parábola en el aire, algunos guiris miran el mapa de la ciudad como quien mira el mapa del tesoro de Danny Da Vito.
De pronto, todo el engranaje de un día festivo comienza a moverse: los libreros levantan los batientes de sus casetas; la policía municipal comienza a cortar las calles; algunos coches aparcan en lugares estratégicos; suena la megafonía llamando a la movilización obrera; se reparten banderas, pancartas y proclamas; lectores y bibliófilos se agolpan mirando libros; todos los perros tienen cara de haber meado todo lo que tenían que mear, y todos los viejos muestran el semblante de quienes saben que han escupido todo lo que tenían que escupir.
Es entonces cuando siento que el reloj de la urbe y mi propio reloj van a la par, que hice bien en no irme a la cama, como hizo en su día César González-Ruano, que ahora sí puedo ponerme a hojear libros y, cuando termine, puedo iniciar mi recorrido por las entretelas de la Manifestación Sindical del 1º de Mayo, y hacer las fotos que quería hacer, y gritar las proclamas que quería gritar, y empaparme de vida, de tinta, de sueños y de reivindicaciones.
Felipeángel (c) 2/5/2010
Es entonces cuando siento que el reloj de la urbe y mi propio reloj van a la par, que hice bien en no irme a la cama, como hizo en su día César González-Ruano, que ahora sí puedo ponerme a hojear libros y, cuando termine, puedo iniciar mi recorrido por las entretelas de la Manifestación Sindical del 1º de Mayo, y hacer las fotos que quería hacer, y gritar las proclamas que quería gritar, y empaparme de vida, de tinta, de sueños y de reivindicaciones.
Felipeángel (c) 2/5/2010
Uno de los libros que compré fue este "Cancionero de amor y de risa", del que he escogido este poemilla anónimo titulado "El ajo":
En Madrid robé un ajo
a una tendera;
me ordenó la justicia
que el ajo diera.
Como mi honra y fama
estaban allí,
me arreglé de manera
que el ajo dí.
Pedro, mi amigo, al verme:
"Muy buen hiciste
(dijo), pues he sabido
que el ajo diste".
Y al que murmuró, ufano
así contestó:
"Sabed todos, imbéciles,
que el ajo dió.
a una tendera;
me ordenó la justicia
que el ajo diera.
Como mi honra y fama
estaban allí,
me arreglé de manera
que el ajo dí.
Pedro, mi amigo, al verme:
"Muy buen hiciste
(dijo), pues he sabido
que el ajo diste".
Y al que murmuró, ufano
así contestó:
"Sabed todos, imbéciles,
que el ajo dió.
1 comentario:
Me alegro que al final la mañana se te diera bien.
Yo estuve en la Feria del Libro Antiguo el viernes por la mañana,un poco despues de la inaguracion. Eche un vistazo rapido y me di cuenta que los libros tienen ya poco valor monetario, pues compre por dos euros "El buque fantasma" de Trapiello. Busque "El gato encerrado", pero no estaba y todo esto fue porque me acorde que tu lo habias comentado en una de tus entradas. Supongo que seguiras sin encontrar el de "Senos" de Ramon Gomez de la Serna. En cuanto lo tenga en mi mano te lo comunicare.
Me fui de viaje, pero eso no quiere decir que no recordara que el sabado era 1 de mayo.
Se ve que disfrutaste haciendo fotos, fotos...
Un abrazo y todo mi cariño
Luz
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