Yo venía de un erotismo de patio de colegio, de cine de barrio con estufa de piñones y el ladrillo caliente para los pies; yo venía ¡ay! de ese retrofranquismo que te metía oraciones en la cabeza y miedo en el alma, mientras todo era hermoso alrededor, con niñas haciendo pis tras de las tapias y chicos descalabrados en las canteas; nada de lo que se representaba en las burdas estampitas pornográficas o se proyectaba en el desleido lienzo de la pantalla del cine me resultaba indiferente; podía tener sueños húmedos después de ver en la tele los hermosos muslos de Silvana Mangano saliendo del arrozal como una Venus proletaria, o sentirme como aquel niño que deseaba a su profesora en los "Amores del Capitán Brando"; yo venía, sí, de todo eso, una mezcla de rescoldos de la postguerra, los Planes de Desarrollo y las páginas de "La Codorniz"; allí, veladamente, había tanto erotismo como en los bancos de la iglesia, llenos de muchachas sumisas y, a veces, arrodilladas en los reclinatorios, o tanto sex-appeal como en los bailes de los domingos, cuando la niña de tus ojos ponía sus codos sobre tu pecho para que no te acercaras, pero yo prefería las páginas de un Play-Boy de contrabando que mi padre guardaba entre los paños de la tienda como las joyas de la corona, y soñaba con esa rubia de terciopelo con hebras de oro en el mismísimo coño.
Con la Apertura algunos cruzaron la frontera en su Simca1000 y vieron lo que no se podía ver en las pantallas españolas; aquí comenzaba el destape, lo que Cela llamó el sarampión erótico, o algo así, pero tuvieron que pasar unos pocos años para poder ver la escena de la mantequilla en "El último tango en París" o la del avión en "Emmanuelle". Ayer nos dijeron que Sylvia Kristel ha muerto por culpa de un cáncer de garganta y yo me imagino que hoy estará al lado de María Schneider, contándose su desgraciada vida de mitos eróticos rotos por las drogas y el alcohol.
Yo no quiero recordarlas así; yo quiero recordar a Sylvia Kristel en la pantalla del cine Postas, admirada por cientos de espectadores, algunos sentados en los peldaños de las escaleras o en el suelo, porque, desde entonces, pusimos música en nuestras noches de amor, buscamos en los aviones una toilette como aquella en la que se entregaba a un hombre desconocido, sin encontrarla; dimos mil vueltas por los callejones y las plazuelas de la ciudad esperando la mirada de una Emmanuelle como ella, con un collar de perlas colgando de su cuello y una insinuante sonrisa en sus labios de carmín, o rebuscamos en las almonedas de El Rastro para conseguir un sillón como aquel en el que aparece semidesnuda, delicada y hermosísima. Años más tarde vi a Rafael Alberti, viejo, feo y achacoso, sentado en uno igual pero, claro, no era lo mismo.
Felipeángel (c)
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