El año 1680 deseó Carlos II de Austria, rey de España, presenciar un Auto general de fe. Tenía entonces diecinueve años.
Don Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo y Plasencia, consejero real y de la Junta de gobierno durante la minoría del príncipe e inquisidor general del reino, aplaudió aquella idea del joven rey, y quedó en avisarle tan luego como se reuniese una buena colección de reos que castigar.
No se hizo esperar esta coyuntura.
Diéronse prisa todos los tribunales, y a fines de abril había ya gran número de causas sentenciadas, y otro no menos cuantioso de herejes, presos en las cárceles de la Inquisición de la corte, de Toledo y de otros puntos de la Monarquía.
Enterado el rey, y perseverando en presenciar el Auto general, dispuso que se verificase en Madrid y a su vista, señalando el día 30 de junio como el más a propósito, por ser la Conmemoración de San Pablo.
Desde aquel momento empezaron a llegar a Madrid, a la caída de la tarde, unos grandes coches de luto, escoltados por soldados y clérigos.
El pueblo adivinaba lo que contenían, y se regocijaba anticipadamente con la esperanza del 30 de junio.
Aquellos carruajes transportaban reos desde los tribunales más remotos del reino a la gran hoguera que se preparaba al pie del trono de Carlos.
Entretanto, el duque de Medinaceli, primer ministro, era invitado y se prestaba a llevar la cruz verde; disponíase el teatro en la Plaza Mayor; se verificaba una procesión solemne para pregonar la proximidad del Auto, y concedíanse indulgencias a los que asistiesen a él...
El teatro, preparado en pocos días por don Fernando Villegas, era soberbio.
Constituíanlo:
Un tablado de 13 pies de alto, 190 de largo y 100 de ancho.
Dos altísimas escalinatas que bajaban a él.
Doseles para las corporaciones.
Jaulas para los reos.
Mesas para los secretarios.
Púlpitos y tribunas para los sacerdotes.
Altares para las ceremonias religiosas.
Reposterías para los inquisidores que fuesen molestados por el hambre.
Y puestos de guardia para vigilar a los sentenciados.
Para intimidar y sujetar al pueblo no se preparó ninguna fuerza armada. Sabíase que el pueblo no se indignaría, sino que se holgaría muy mucho con el Auto de fe.
Dispúsose un balcón para el rey en la casa del conde de Barajas, que venía a caer en medio del testero principal del teatro.
El brasero se preparó en la puerta de Fuencarral, a la vera del camino y a unos trescientos pasos del muro. Todavía es fácil hallar el sitio.
A las tres de la tarde de la víspera del gran día salió una solemne procesión, que duró hasta las doce de la noche; diose de cenar a los reos, y reunióse el Santo Tribunal para estar en vigilia hasta la mañana siguiente.
Presentóse a Carlos II un haz de leña. El rey se lo mostró a la reina, y después de haberlo tenido en sus manos largo tiempo, ambos esposos lo dieron al duque de Pastrana, con recomendación de que fuese el primero que se echase en la hoguera.
Entretanto, se hacía en estos términos la notificación a los reos:
«-Hermano. (¡Hermano!) Vuestra causa se ha visto y comunicado con personas muy doctas de grandes letras y ciencias, y vuestros delitos son tan graves y de tan mala calidad, que, para castigo y ejemplo de ellos, se ha fallado y juzgado que mañana habéis de morir; preveníos y apercibíos; y para que lo podáis hacer como conviene, quedan aquí dos religiosos.»
Esta intimación se hizo a veintitrés condenados.
A los que no debían sufrir la muerte se les notificó la sentencia en muy semejantes términos.
De este modo amaneció el 30 de junio.
A las tres de la madrugada vistióse a los reos.
A las cinco almorzaron.
En seguida se les formó en procesión.
Eran ochenta y seis.
Iban además otros treinta y cuatro en estatua, por haber muerto o estar prófugos.
Las estatuas que representaban muertos llevaban en sus brazos una caja con los huesos de los seres de quienes eran efigie.
En el pecho de todos se leían sus nombres con grandes letras.
De los ochenta y seis reos vivos, iban veintiuno con coroza y sambenito.
Eran los condenados a relajar, esto es, a morir.
Faltaban dos para el número «veintitrés», que anunciaba el programa; pero esto consistía en que aquella mañana se había conmutado la pena a dos mujeres en pago de ciertas revelaciones que habían hecho a la Inquisición.
De los veintiún reos condenados a la hoguera, doce llevaban esposas y mordaza.
Entre estos mismos veintiuno había seis mujeres.
La edad de las mujeres era: treinta, veinticuatro, cincuenta y dos, cuarenta y tres, sesenta, veintiún años.
Su crimen, ser judaizantes.
Tres de ellas llevaban mordaza.
La edad de los hombres era: veintiséis, veinticinco, cincuenta y dos, sesenta y cinco, treinta, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y seis, veinticuatro, treinta y ocho, treinta y tres, treinta y ocho, veintisiete, veintiocho años.
Algunos eran médicos, la mayor parte comerciantes, y casi todos portugueses.
Su crimen, ser judaizantes.
De estos veintiuno destinados a ser quemados en persona, había unos que sufrirían primero la pena de garrote y otros que arderían vivos.
Además debían ser quemadas treinta y dos estatuas de las treinta y cuatro referidas.
Veintidós de ellas representaban fugitivos.
Las otras diez, difuntos.
De estos diez difuntos, siete habían muerto en las cárceles secretas de la Inquisición.
De ellos eran los huesos que llevaban algunas estatuas en las susodichas cajas, para ser también reducidos a cenizas.
Entre las estatuas las había de ambos sexos y de todas edades.
Hasta aquí los condenados a relajar.
Los sentenciados a vergüenza pública y azotes por las calles, fueron seis.
Entre ellos contábanse dos mujeres, ambas de treinta y cuatro años.
Los hombres eran: un sastre tullido que pedía limosna; un joven carpintero, un italiano de veintinueve años y un vaquero que se había casado dos veces, por lo cual recibiría doscientos azotes y seria desterrado por diez años, cinco de ellos en galeras, al remo y sin sueldo.
Los condenados a destierro y cárcel perpetua eran veinte.
Entre ellos había doce mujeres.
Sus edades: dieciocho, treinta y nueve, cuarenta, treinta y cuatro, treinta, catorce, veinticinco, cincuenta, setenta y seis, diecisiete, veinticinco años.
En pos de los reos iba muy larga comitiva, compuesta de todas las corporaciones, autoridades, comunidades y órdenes de la corte.
Esta procesión paseó por las principales calles de Madrid, entre un gentío inmenso que daba grandes muestras de regocijo.
A las nueve llegó el cortejo a la Plaza Mayor.
El rey esperaba ya en el balcón del conde de Barajas.
Principiaron las ceremonias.
El rey juró al Inquisidor general defender y proteger el Santo Oficio.
El pueblo juró delatar a todos los enemigos de la Fe, sin distinción de clase ni consideración de parentesco.
Al momento empezó la misa.
Hubo sermón.
A las cuatro se acabaron de leer las causas de los relajados, y en seguida los condujeron al brasero.
El rey permaneció en la plaza hasta que se vieron los demás procesos.
Hubo exorcismos, abjuraciones y conjuraciones.
Después se cantó el Veni Creator, etc.
Carlos II temblaba alguna vez que otra, al decir del documento que extractamos.
A las nueve y media de la noche concluyó la misa.
Su Majestad preguntó a los inquisidores si aún tenía que permanecer allí...
Se le contestó que no, y regresó en el acto a su palacio.
Había estado doce horas en el balcón, sin comer, sin hablar, sin moverse, como un cadáver...
Pero la Inquisición no había terminado todavía.
Empezóse una nueva procesión que duró toda la noche.
Al día siguiente fueron sacados a la vergüenza pública los demás reos, quienes, después de ser azotados, apedreados y silbados por el público, volvieron a su encierro para siempre.
En cuanto a los relajados, no quedó de ellos otra cosa que un montón de cenizas junto a la puerta de Fuencarral.
Almería, 1854.
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