Llueve sobre mojado, pero hoy he visto a una pareja de tórtolas inspeccionar una viejo nido en el árbol que se encuentra enfrente de nuestra terraza; sé que lo tienen difícil; el viejo nido está a la vista porque el árbol aun no tiene un sólo brote que indique la inminencia de alguna hoja; nuestra presencia tampoco les hace demasiada gracia; quizá temen por su seguridad o por la de la futura nidada; son tiempos duros y lluviosos, expuestos a cualquier contratiempo; incluso, si se deciden a ir trayendo ramas a su viejo hogar, pueden encontrarse con que una poda tardía acabe con sus sueños; demasiadas dificultades pero, después del chaparrón que ha caído a media tarde, la pareja de tórtolas se ha vuelto a posar sobre el endeble nido; tal vez han pensado que el árbol parece firme, que las hojas terminarán por proteger a su futura prole; que los que nos apoyamos en la barandilla de la terraza viendo la vida pasar no representamos ningún peligro para ellos, que el sol y el calor de sus cuerpos obrarán el milagro de que los huevos eclosionen, con el paso del tiempo, y oirán , por primera vez, el apremiante y gustoso piar de sus crías. A su modo, lo hablarán; lo hicieron el año pasado -ya se sabe que las parejas de tórtolas lo son para toda la vida- y uno está dispuesto a pasar desapercibido, a dejar que el árbol brote y que las ramas se cuelen hasta los primeros catalanes del suelo de la terraza; incluso prohibiría que lo podaran si la pareja de tórtolas han hecho ya su hogar de este viejo nido. Todo por ver que la vida se va abriendo paso, a pesar de las dificultades, a pesar de los recortes, a pesar de los que inspeccionan con lupa la solidez del árbol que, no hace mucho, daba a la pareja feliz una envidiable seguridad y un halagüeño futuro.
Felipeángel (c)
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