Al periodo de la Transición española Francisco Umbral le llamó la Santa Transición y algo de eso tiene la muestra, entre artística, social y panfletaria, que estos días podemos ver en el Centro de Arte Fernán Gómez, donde el conjunto se divide en múltiples capillitas con sus santitos y sus adoratrices, sus velas y sus velatorios, su misticismo y sus laceraciones.
Por no faltar, no falta de nada del relicario del autobombo o, tal vez, falta de todo porque, entre unos y otros, los columnistas de la memoria y los políticos del arrime, lo que se ve es lo que han ido construyendo durante todos estos años para dar calidad de premio gordo a lo que fue un cambio pactado, con réditos y prebendas, para afianzar la muralla del olvido y el perdón.
Si preguntáramos al personal, tal vez llegaríamos a la conclusión de que en este país hubo, desde la muerte de Franco, múltiples transiciones: las de los que pasaron de la clandestinidad al despachito de los pesebreros; las de los que fueron, de buenas a primeras, de cabeza al paro, y las de todos aquéllos que se echaron, de buena fe, a la calle buscando una camino hacia la esperanza y se encontraron, en poco tiempo, ante el túnel de la desilusión.
Si hay una palabra que recoge ese sentir general de que fueron más las expectativas que se crearon que las que, en realidad, terminaron siendo esa es desencanto, la acertada voz de los sin voz que se llenó de significado social y político mucho antes de que apareciera, con otros simbolismos, en la película de Jaime Chávarri.
Los años de la Transición fueron los años de la traición: a las víctimas, a las pequeñas y doloridas historias de miles de ciudadanos españoles; a todos aquellos cantautores que arrimaron la voz y el hombro para traer esta democracia que, con el paso de los años, ha creado una "sociedad indiferente, acrítica, apoltronada y voluntariamente analfabeta", como escribió, hace poco, Arturo Pérez-Reverte, en su artículo semanal; al proletariado y sus expectativas de futuro; a la cultura y su ausencia de expectativas para siempre.
Treinta años después de aquéllo el resultado es bien pobre pero la propaganda ha sido intensa y, sobre todo, eficaz. Cada capillita ha encontrado sus devotos pero hay dos que me duelen y me molestan: la dedicada a los proetarras del tardofranquismo y la blanca habitación de la antipsiquiatría, que apostó por cerrar los manicomios y dejar suelto a los locos por las casas y los ferrocarriles.
En fin, aunque aún nos cuentan el cuento de que el gran beneficiado de todo aquéllo fue la ciudadanía en general, lo cierto es que, quienes se repartieron el pastel fueron otros, los que estaban en el poder y los que fueron incorporándose a él, y a los tristes, pobres e ilusos ciudadanos sólo nos dejaron el olor de las migajas y la amargura de las hipotecas.
Felipeángel(c)
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