HABEMUS YONQUI
Hace años que asisto obligado a la puesta en escena de una liturgia muy particular que, en el fondo de su discurso,tiene mucho que ver con las predicaciones dominicales del integrismo católico de entonces. No se trata de una secta apocalíptica, ni de los acólitos de una nueva religión que busca salvarnos de la ruina del Materialismo, ni siquiera de una herejía fin de siglo que ora al chip como a un nuevo Mesías Redentor; no, estoy hablando de los yonquis.
El yonqui es, sin duda, el nuevo sacerdote de nuestro tiempo; el tren de cercanías, su parroquia; los vagones, su púlpito; los viajeros, sus feligreses.
El yonqui es un ecónomo ambulante,un apóstol ferroviario, y esta circunstancia transitoria le obliga a ser conciso y a saltarse el orden establecido para representar, en poco tiempo, la obra de su propio infierno.
Como en todo sacerdocio, tiene el sermón acuñado en las monedas del alma pero, a diferencia del que estuvo en el seminario, el yonqui oficia el rito con una máscara diferente- la de la piel renegrida pegada a la calavera- y unos ornamentos distintos- el torpe aliño indumentario, más próximo en su descuidado diseño al de William Burroughs que al del poeta don Antonio Machado-.
Es en esta sociedad de los nuevos apóstoles donde la muerte se pasea como en un cuadro de El Bosco, o una pintura de Solana, o un grabado de Ricardo Baroja, y no lo hace bajo palio sino bajo techo, luciendo la tonsura del sida, las llagas de la miseria y las reliquias de sus propios huesos descarnados.
Esta muerte grande recorre los pasillos del tren de cercanías poniendo a la vista las manos con mataduras; susurra y sisea, con la voz dormida por la niebla de la droga, frases ininteligibles o un discurso moral con sentimientos de culpa dirigido a nuestra pequeña muerte de pan guardada, como un lujo, en el cabás secreto del corazón; canta o se arrodilla; grita o nos amenaza; hurga, de nuevo en el milagro de los panes y los peces; reivindica para sí el Sermón de la Montaña transformándolo en el del Pozo (del Tío Raimundo) y levanta, en su descargo, la manida hostia de la metadona para terminar pasando el cepillo por los bancos de los parroquianos con la estudiada humildad del peregrino que busca ganarse el jubileo.
Esta muerte, que se sostiene con una pequeña llama de vida, es la muerte andante que busca devolverte la fe; el pabilo que aún arde en la fragua de la heroína, y muchos de nosotros, grey ocasional de esta iglesia errante, ya no hacemos otra cosa que asistir resignados a la procesión continua de los predicadores que nos demandan, con sus lamentos, la caridad necesaria que agilice su suicidio, con la misma templanza y parecido recogimiento de quien contempla, paciente, el retablo polícromo del último Vía Crucis.
1999-2008 (revisado)
Felipeángel(c)
El yonqui es, sin duda, el nuevo sacerdote de nuestro tiempo; el tren de cercanías, su parroquia; los vagones, su púlpito; los viajeros, sus feligreses.
El yonqui es un ecónomo ambulante,un apóstol ferroviario, y esta circunstancia transitoria le obliga a ser conciso y a saltarse el orden establecido para representar, en poco tiempo, la obra de su propio infierno.
Como en todo sacerdocio, tiene el sermón acuñado en las monedas del alma pero, a diferencia del que estuvo en el seminario, el yonqui oficia el rito con una máscara diferente- la de la piel renegrida pegada a la calavera- y unos ornamentos distintos- el torpe aliño indumentario, más próximo en su descuidado diseño al de William Burroughs que al del poeta don Antonio Machado-.
Es en esta sociedad de los nuevos apóstoles donde la muerte se pasea como en un cuadro de El Bosco, o una pintura de Solana, o un grabado de Ricardo Baroja, y no lo hace bajo palio sino bajo techo, luciendo la tonsura del sida, las llagas de la miseria y las reliquias de sus propios huesos descarnados.
Esta muerte grande recorre los pasillos del tren de cercanías poniendo a la vista las manos con mataduras; susurra y sisea, con la voz dormida por la niebla de la droga, frases ininteligibles o un discurso moral con sentimientos de culpa dirigido a nuestra pequeña muerte de pan guardada, como un lujo, en el cabás secreto del corazón; canta o se arrodilla; grita o nos amenaza; hurga, de nuevo en el milagro de los panes y los peces; reivindica para sí el Sermón de la Montaña transformándolo en el del Pozo (del Tío Raimundo) y levanta, en su descargo, la manida hostia de la metadona para terminar pasando el cepillo por los bancos de los parroquianos con la estudiada humildad del peregrino que busca ganarse el jubileo.
Esta muerte, que se sostiene con una pequeña llama de vida, es la muerte andante que busca devolverte la fe; el pabilo que aún arde en la fragua de la heroína, y muchos de nosotros, grey ocasional de esta iglesia errante, ya no hacemos otra cosa que asistir resignados a la procesión continua de los predicadores que nos demandan, con sus lamentos, la caridad necesaria que agilice su suicidio, con la misma templanza y parecido recogimiento de quien contempla, paciente, el retablo polícromo del último Vía Crucis.
1999-2008 (revisado)
Felipeángel(c)
1 comentario:
No sé si habrás tardado casi una década 1999-2008 en escribir el artículo, pero realmente es bueno, de los mejores que te he leído. Se nota que has sentido y lo sientes a diario.
Quizá con las fechas indiques que ya
publicaste algo de esto en el 99,no lo recuerdo muy bien. De todas formas, enhorabuena por el texto.
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