El páter, que se aburría
dentro del confesonario,
cerró de un golpe el breviario
que indiferente leía.
¡Las doce! -dijo-; ya es hora
de que me vaya a almorzar
si no me viene a estorbar
cualquier bruja pecadora.
Ya me esperan mi sirviente,
siempre amable y cariñosa,
tan buena, tan bondadosa,
tan guapa, tan complaciente,
y aquel rubio sobrinín
por quien yo me afano tanto,
que es de nuestro hogar encanto,
de la casa el benjamín.
Ya me dan en las narices
los incitantes olores
que desprenden los vapores
de pichones y perdices.
Nada... me marcho; al avío;
dejo mi tarea santa,
porque tengo una carpanta
de padre y muy señor mío.
Mas... ¡Adiós mis alegrías!
¡Madre de Cristo! ¿Qué veo?
Ya se me acerca ese neo
que viene todos los días.
-Padre, me vengo a acusar
de diferentes pecados...
-Tú eres de los abonados
en venir a confesar.
¡Por vida de las mantecas
del ciervo de San Hilario!
¿Te confiesas a diario
y todos los días pecas?
¡Ay, hijo mío! Presiento
que eres como las beatas
que vienen a dar la lata
por puro entretenimiento.
Si seguís así, barrunto
que tú y las tales señoras
me vais a alquilar por horas
como a un cochero de punto.
Por ahora no puede ser;
a oír pecados renuncio;
ve y cuéntaselos al Nuncio,
que yo me marcho a comer.
EL MOTÍN.- 17 de junio de 1909
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