Nunca un balón había llegado tan alto, ni un escupitajo, ni una patada, ni una camiseta cubierta de sangre, sudor y lágrimas. Las nuevas joyas de la corona no son las de Leticia sino este grupo de jóvenes profesionales que juegan al fútbol como los mismos ángeles del infierno cortando el aire con sus Harleys-Davidson. Con ellos la furia española pasó a ser magia; la geometría, un laberinto invisible de pases; la ley de la gravedad, un instante que te conmueve y agita mientras la pelota busca el instinto materno de la portería. Con su victoria en el Mundial algunos recordaron a la Kermese heroica de Flandes, a los bravos conquistadores de la gloria -hasta entonces siempre ajena-, los goles de Zarra y Marcelino y el entierro, por fin, de nuestro viejo y podrido complejo de inferioridad. Ahora un gran premio reconoce su mérito, la posibilidad de alcanzar la gloria sin corbata, diplomas ni licenciaturas; quienes les han premiado no sólo premian su juego sino el desparpajo de su desnudez, la alegría de sus borracheras, el cálido acogimiento de un pueblo que cultiva su espíritu con las crónicas deportivas y entretiene su paro enseñándoles a sus hijos dónde está el porvenir: en darle patadas y patadas al gastado cuero de un balón.
Felipeángel (c)
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