Los ojos de Julia tienden, fatídicamente, a la ceguera y en ese tránsito, que puede durar un mes u un día, hay quien quiere aprovecharse de su pronosticada fatalidad, pero pronto nos damos cuenta de que, a veces, se está más ciego viendo perfectamente que cuando la luz va dando paso a las sombras en el diminuto universo de sus ojos. Este símil que escribo no es casual; circula por la película como un leit-motiv que, en un minuto, nos acerca a la verdad de la vida de Julia y en otro, situado media hora después, nos aleja como la silueta de un barco que se pierde en el abrazo de una boira densa y fantasmal.
Los ojos de Julia -dicho por ella- ya han visto casi todo lo que tenían que ver y, de todo lo que vio, lo más bello fue sin duda el cielo nocturno del Sahara, pero le cuesta asimilar que, en cualquier momento, su vida puede terminar moviéndose en un laberinto de tinieblas, difuminándose las formas de los muebles, el color de los objetos y las caras de las personas; que lo que antes servía de referencia y daba fe de su modo de vivir y de su buen gusto, podía convertirse en cualquier momento en un estorbo para sus torpes movimientos, en una pátina de vaho en un espejo, en una cara invisible y sin nombre.
Los ojos de Julia son verdes y hermosos como los ojos de Belén Rueda que aquí, en esta nueva película, se desdobla sin perder en su interpretación un ápice de autenticidad, pero son también unos ojos en continuo peligro, unos ojos, tan codiciados como sus muslos o su pelo o su boca, y sujetos a continuas amenazas que la trama cinematográfica va mostrándonos en pequeñas dosis hasta el minuto final.
Uno ha sido llevado a ese instante con un juego de luces cegador, una música envolvente y un montaje hábil y frenético, aunque lo que se termina por ver se viene intuyendo mucho antes del desenlace pero, así y todo, uno no puede menos que enamorarse de esos ojos de Julia que nos miran desde la pantalla, a veces en toda su hermosura y otras soportando el corsé de una venda que los separan de su pequeño e inquietante mundo como un muro que le oculta la luz, la verdad y la vida.
Felipeángel (c)
Los ojos de Julia -dicho por ella- ya han visto casi todo lo que tenían que ver y, de todo lo que vio, lo más bello fue sin duda el cielo nocturno del Sahara, pero le cuesta asimilar que, en cualquier momento, su vida puede terminar moviéndose en un laberinto de tinieblas, difuminándose las formas de los muebles, el color de los objetos y las caras de las personas; que lo que antes servía de referencia y daba fe de su modo de vivir y de su buen gusto, podía convertirse en cualquier momento en un estorbo para sus torpes movimientos, en una pátina de vaho en un espejo, en una cara invisible y sin nombre.
Los ojos de Julia son verdes y hermosos como los ojos de Belén Rueda que aquí, en esta nueva película, se desdobla sin perder en su interpretación un ápice de autenticidad, pero son también unos ojos en continuo peligro, unos ojos, tan codiciados como sus muslos o su pelo o su boca, y sujetos a continuas amenazas que la trama cinematográfica va mostrándonos en pequeñas dosis hasta el minuto final.
Uno ha sido llevado a ese instante con un juego de luces cegador, una música envolvente y un montaje hábil y frenético, aunque lo que se termina por ver se viene intuyendo mucho antes del desenlace pero, así y todo, uno no puede menos que enamorarse de esos ojos de Julia que nos miran desde la pantalla, a veces en toda su hermosura y otras soportando el corsé de una venda que los separan de su pequeño e inquietante mundo como un muro que le oculta la luz, la verdad y la vida.
Felipeángel (c)
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